Crónicas del subsuelo: Monicacadas

Crónicas del subsuelo: Monicacadas

Por:Marcelo Padilla

Corría el año 2027 y fue bajo una tarde ya jubilada que me senté en un café a conversar con ese tipo a quien yo no conocía personalmente. Igual acepté la invitación que me hizo. Por comentarios, me habían dicho, que se trataba de un hombre que no andaba con vueltas. Y así fue que me citó en un café... y claro que sospecharía de los motivos que lo llevaron a mí. Me dio intriga saberlo. Y sentí un escozor por querer escucharlo. Dijera lo que me dijese. Muchas veces la intriga puede más que la paciencia. Y recordé lo sucedido aquella noche en un bar del casco viejo del poblado cuando en una trifulca y en medio del polvo tuve que huir. Y tal evocación, y como si se evaporara un rufián de la taquería por pura supervivencia, repito, tal evocación, se disipó en un segundo de mi mente. A la invitación me la mandó en un papel con la mujer del Almacén de Ramos Generales. Y decía en el papel que un forastero de mentas Paulo Quiñones me esperaba a las 17 en el café El Jardín de las Orquídeas. Que tenía algo importante para contarme. Y que seguro me interesaría dado mi oficio de amanuense. Decía, al final del papel, y de puño y letra de la mujer del Almacén de Ramos Generales: "ser puntual". Y acepté, por supuesto. Nada me resultó más atractivo que una cita a ciegas con alguien que ofrecía revelarme algo importante para mi profesión. Y supuse que ese algo me serviría para escribir y acopiar una historia más, una causa más para incorporarme e impulsarme del sillón, saltar a la máquina de escribir. Y teclear en un dale que va lo que me contase. Asumí la escucha cuando se me presentó ese tal Paulo Quiñones en el café El Jardín de las Orquídeas a las 17 en punto. Mi cabeza andaba en el divague, y ya en el camino mental de la nueva situación, la cuestión se sistematizó. Pensé, en definitiva, que todo depende del impulso vital de la persona. Y pensé también en las historias y las formas de contarlas. Las historias, bien podría pensarse, se acomodan en sus asientos y esperan ver actuar al amanuense en su concierto. Esto no sé si lo sabría este hombre. De espaldas al público el escribiente hace que la historia pase a ser una mera espectadora. Lo que comúnmente se conoce como contexto o marco de situación de una historia particular pasaría a ser el sustantivo de un adjetivar vicioso. Y para las historias espectadoras, los escribientes unos músicos que con las teclas aventurarían la armonía anímica de los imperios sin tener que andar degollando cabezas, a diestra y siniestra. Las historias, de ahí en más, y en peregrinación constante, cruzarían los ríos caudalosos. Y se hicieron de la piedra: hombre y tecnología.

Del que hablo es de un hombre grande entrado en años. Nunca supe de su edad porque adivinar nunca fue de mis mejores virtudes, y la confusión me pudo haber llevado a sacar mal las cuentas, y depararme una diferencia de hasta 15 o 20 años. Se le veía apuesto. Su mirada estaba llena de tristeza a la vez que despertaba cierta sensualidad posesiva cuando hilvanaba en sus discurrir sus palabras. Como si atravesaran un desierto las frases a galope suave. Era un hombre más bien extraño por la forma de su mirar. También lo era por la forma de su vestir y por la forma de su hablar. Por la forma de mover sus manos con el cigarro prendido y a la vez sorber un chupín de sopa con estilo. Digamos mejor, con mañas arcanas seguramente adquiridas en el seno de cierta aristocracia crota. Sin embargo se le veía una persona luminosa. Con la mirada decía cosas que uno podía interpretar a la perfección. Cuando no largaba una palabra, largaba un silencio profundísimo. Era una conversación de frases y afonías y estar en ella y con él, y en el mismo pedestal, cada elipsis y cada frase salían de su boca como elegidas por un dios interno. No habló de más ni habló de menos. A ese tal Paulo Quiñones el silencio le marcó el paso cansino de su relato. En su sigilo uno podía pensar la frase que dejaba retumbar aquel tosco hombre en el mutismo anterior. Creo que no lo sabía. Tan solo esos minutos que compartí con él me bastaron para que me pareciera haber estado con una especie de demonio inclasificable. Él no sabía de los poderes que poseía. O, si los sabía, supongo los disimulaba. Excluido de ciertos paraísos. Rumiaba cada pensamiento.

Corría el año 1987. Del hombre del que se hablará a continuación no se sabe si vive o está muerto. La historia de este hombre no es solo la historia de él, sino además, la historia de una mujer con la que se conocerían en medio de un bailongo. En un galpón de la ciudad de Córdoba. En una jarana estudiantil y a puro cuarteto se zarandearon entremedio de otras parejas. Él y la mujer, apodada con el mote "la gringa", se escaparon del fiestón y de la mano, entre miles de estudiantes bullangueros, y fueron a su departamento. Hacía un frio de recagarse. La gringa prendió la estufa y tiró un colchón al piso. La luz naranja de la estufa iluminó esos cuerpos caldeados por la lujuria. Durmieron abrazados y calientitos en el colchón. Se despertaron con el sol en su ventana dándoles calor. Ella le dio un beso en la frente y él se paró para calentar un café, y le respondió con un beso en la boca. Luego, la gringa, y para no despegarse de él lo invitó a una clase de medicina a la que tenía que asistir por sus estudios universitarios. Y él le dijo "dale mi amor". Y se puso un típico guardapolvo blanco, de los que se ponen los estudiantes de medicina. Y como si fueran dos compañeros estudiantes de la carrera de medicina, y del mismo curso, entraron al Clínicas. Y luego de cruzar el pasillo largo, y en la sala de deformaciones humanas, se sumaron al grupo que dirigía el profesor titular de la cátedra de la cual no recuerdo ni el nombre. La mañana fue una mañana singular. Él y la gringa se miraban, entre la masa de alumnos, como si se desconocieran. Pero él tras unos frascos a la gringa le robaría un beso. El amor fluía entre esas deformaciones de niños que no llegaron a nacer del todo bien y fueron depositados en unos frascos con clorofila en un laboratorio del Hospital de Clínicas, en la provincia de Córdoba. La pasaron hermoso. Y se adoraron desnudos. Pero también se adoraron vestidos. Caminando de la mano por la vieja cañada.

Correría el año 2017. El mismo hombre del que venimos hablando acabaría de leer una noche la novela "Adriana Buenos Aires" de Macedonio Fernández, tirado en una cama. Viejo y arruinado evocó aquel amor y aquella noche. Pero, la historia de este hombre, no continuaría sola. Ninguna historia se desarrolla sola a menos que oculten a los protagonistas que rodean al personaje principal. La historia de los personajes principales está atravesadísima por muchísimas cosas de la vida del país que, indudablemente, afecta, a cada una de las familias en la cual sus personajes conviven con otros personajes. Y hasta en la vida íntima y personal de cada personaje principal influiría lo que pasaría en el país. Pues la historia de un personaje deberá enhebrarse en una tradición llamada hilo de vida. Y por las características del asunto que aquí nos convoca y vuelve a encontrarnos, la historia que se narrará a continuación tomará ribetes neobarrocos y románticos, así como en otros tramos puede que yiren, a cínicos y sardónicos. Plantearse narrar con realismo una historia desde el vamos genera una sospecha. Una clasificación sospechosa para el clasificado es pensarse realista. El realismo denominándose a sí mismo no lo hayo ni real ni no real. Tal vez los que elaboran clasificaciones en los estantes del mercado lo hallen atinado. Y a sabiendas de la etiquetas del mercado, uno deberá optar por iluminar y oscurecer el texto cuando el texto lo pida o amerite, así se dice. No todo puede suceder bajo una luz ardiente. Ni puede todo ocurrir en la noche más oscura del universo. Pero, la locación de esta narración abarca dos provincias y en distintos tiempos. En décadas diferentes.

En ese mismo 2017, ese tal Quiñones conoce a una mujer en la ciudad de Córdoba y, repito, luego de haber leído la novela de Macedonio Fernández "Adriana Buenos Aires", e influido por ella, y luego de evocar sus amores con la gringa, se citó en un bar un lunes por la tarde con ella, la morochita de rulos turbulentos. Rozando el celaje entraron abrigados aquel día de julio a un café árabe que a ella le gustaba y le dijo lo llevaría cuando viniera a visitarla, ubicado en la zona antigua de la ciudad. Y allí estaban en ese café parados en la puerta bajo una suave llovizna. Encendieron un cigarrillo antes de entrar y fumaron juntos del mismo pucho y temblaron de frio. Entraron finalmente al café con las bocas llenas de humo y se sentaron frente a frente. Luego ella se le sentó en la silla de al lado bien pegadita a él. Un enorme ventanal del bar cubre la pared que da a la calle. A punto de besarse un estruendoso ruido los distrajo. El shock del estallido los alejó de la miel de sus labios. Era el ruido de unas motos que pasaron iracundas. Siguieron animados conversando. Se miraban por el ventanal. La noche se desparramaba sobre la ciudad empedrada. El brillo de los charcos se reflejó en el ventanal y fue así que mirándose en el reflejo del vidrio se hicieron monicacadas con la lengua. Ella le mandaba besos al ventanal donde él se reflejaba. Entre ellos ocurrió algo que, de solo fantasearlo, se les transformó en un imposible. Del bar salieron con el brazo enroscado en el del otro. Hacía frio. Llovía. Sin hablarse se metieron en una pensión y en una cama ancha se acomodaron. Enroscados y dando vueltas por las colchas. En la puerta, el hombre que atendía era un hombre entrado en años. Y tenía una cara familiar.