Crónicas del subsuelo: Las maldiciones

Crónicas del subsuelo: Las maldiciones

Por:Marcelo Padilla

 No. Si yo iba a escribir sobre otra cosa, la historia del viejo andrajoso que me crucé una noche a mitad de camino entre El Cairo y Al Fayum, el que tenía una cola de rata serpenteando en su boca con el bicho adentro. Y las palabras en siwi que pronunció antes de engullírsela. Cosa que no entendí. Por eso es que he empezado de nuevo para contarles que si lo he dejado en el otro escrito es porque está hundiéndose en la arena y por el tiempo de ese vencer del cuerpo que va lento como el despliegue de un pesado pájaro tomando vuelo me doy turno para dejarlo un rato en su vegetar. Yo me he venido unos años hacia acá porque allá se pone espeso el clima por la noche y en la desesperación y el miedo he tenido que huir a este escrito que me resguarde al menos de aquel, que está almacenado pero no borrado. Una confesión: andrajoso se movió y pensé que iría a quebrarse en el penúltimo trago de aire. Pero no, siguió hundiéndose como si nada. Y debajo de la arena, -me dicen- hay una legión de embalsamados desvistiéndose de sus gasas para salir a flote. Por eso me vine para acá. Que acomodado en el sillón puedo recordar más tranquilo aquella travesía.

La difunta en la resolana brillando por la oscuridad de las nubes pesadas bajo ese cielo que ya ha tornado como un mar cayendo con sus olas y restos de plasmas y frutos desconocidos. El mar. Cayéndose. La opaca noche. Hedor en el ambiente amigable de baqueanos a la orilla de la ruta. Es que el mar donde no hay suele aparecer como un fantasma. Digo mar y miro hacia mis pies embarrados sobre la arena terregosa...

Y me hundo suavemente.

Y tengo tiempo.

¿No es así como se vence un cuerpo sobre la arena movediza?

Velas ya no quedan porque el stock del negocio de abajo pegado al de la coronaria que es parte de la misma empresa de la funeraria las ha vendido a todas, porque además de vender rituales venden velas. Por eso velar a los muertos se ha complicado. Sin embargo, por las aguas neobarrosas el tiempo se dilata y en el desierto aprovechamos esta ventaja. Estirar el tiempo, el cuerpo y los huesos hasta el estrujamiento y en el silencio noctural se sienta un ¡Clac! de huesos que han crecido.

Es que en el Cairo la máscara de Tutankamón está en el museo y al verla junto a tantos bebes embalsamados (se dice momificados) ha despertado mi curiosidad. Mientras me hundo no hay espera. Es recordar que por la mujer que me llevó hasta el museo luego de andar horas bordeando el Nilo desde un pueblito marrón de barro ubicado en el mapa al sur de la capital, donde el agua escasea, llegamos en tropel para rescatar al último anciano del consejo. Del que tiene la última palabra y el último gesto. Un viejo andrajoso y mugriento con cara arrugada, aceitunada, de barba blanca y con túnica color cuarzo.

Es la arena que se ve entre los movimientos corporales del viejo. Son sus ademanes que cortan el sopor de los 38 grados en el mercado donde todavía venden de madrugada chucherías en un murmullo islámico "Los portavoces de los Faraones". Dientes no sé si tiene porque a la boca no se le ha visto abrir. Es como si hubiera aparecido un eterno vampiro del bajo que, de Luxor (sobre las ruinas de Tebas) y Asuán (la meridional) ha recorrido la ruta egipcia desde el sur hacia el norte alejandrino. Y esa mujercita que ya está adentro del coche con su niño, ataviada con telas envueltas, me da miedo. Sola atrás de la catramina en el viaje de la oscuridad bruja. Una lumbre nos da algo de visión. El aro, los collares, las pulseras y el delineado de los ojos. La imagen pétrea de la cara de Al Fayed que se ha subido sin que le digan al coche del viejo andrajoso al lado de la mujercita con el niño envuelto en las telas.

La traductora ha puesto el burro atado un palo. El viento lo difumina. El burro no dice ni mu porque no es vaca y tampoco ladra ni muerde, solo rebuzna con tos por el descajete del viento que remolinea la arena y nos deja sin visión... y ya no sé cuántos kilos se ha tragado el pobre bicho. Las velas aquí ya no hacen falta, pensé. Si el pueblito de Al Fayum no las tiene en sus catapultas subterráneas es que no hay. Me lo ha dicho Mohamed además, quien se acercó al local de telefonía viéndome en la puerta a las cuatro de la madrugada esperar ese número de teléfono atienda. Es domingo, me dice Mohamed, puedes venir conmigo a mi departamento y esperar al lunes porque tal vez sea una oficina y no una casa. -Velas tengo amigo- .

El viaje en auto duró una eternidad que se gastó entre puchos Cleopatra y Anís. La parejita de italianos de luna de miel fue dejada en su apart como fue convenido. La chica besa a su chico italiano en la parte de atrás. Se manosean con ahínco como si perdieran de a poco la vista y enceguecieran. Hablan en italiano. Reconozco algunas palabras pero el sentido de lo que dicen es claro: amasijo. En estos tiempos, un taxi driver en las rutas del desierto egipcio no es cosa de todos los días, supongo yo, que no he salido de mi pozo séptico. Será el olor nauseabundo del hundir, producido por el abollar de mis pies de humano viejo y hediondo. Las comparaciones le bajan el precio a algunas de las obras u objetos. Por eso no voy a decir que en esa toldería donde paramos a las dos de la mañana y los camellos atados descansaban la jornada para salir con el sol cargados, son como tal o cual cosa, o, si la comparamos con, etc. No comparo. Solo digo en mis adentros que el hundimiento en el neobarroso desierto ha sido catalogado por arqueólogos antropófagos con el término "autofagia", y, eso de comerse a uno mismo en un proceso de engullimiento por extinción me pone así, hambriento de carne humana. Ya me comí una momia pequeña de tanto esperar una noche, cascara por cascara, escondido en el museo detrás de las estanterías de vidrio donde se exhiben todas las momias. Sacrificio. Como los incas y los embalsamadores. Y como fui embalsamador de muertos en mi pueblo pude establecer la conexión con una convención de brujos nómades que viajaban por la zona camino al monte Sinaí. La tropa detuvo su marcha y emitieron palabra chiquita y corta en su dialecto bereber, más precisamente en siwi.

***

¡Ay si le entendiera al hombre de cofia que lo sostiene un palo largo!

No deduje del todo la palabra chiquita, le ofrecí un trago de anís para compartir desaparición del cuerpo y mi borrachera dulce (al menos desde la visión de cualquiera, no me veo) El viejo dijo NO con su dedo palanqueado de un lado a otro.

-Lo que se pierde el viejo andrajoso éste-, deslicé balbuceando.

Era un celebrante retirado, uno de los tantos que habitan por aquí en este desierto con sus changas de taxidermia en poblado menor escondido por la persecución de la maldición. ¡Me lo dijo, pues! En su forma, con las manos y en bereber.

¡Si fue el licor de anís lo que me hizo entender los significados de los ademanes!

¿Pero qué desierto es éste desierto?

Nadie dijo ni mu porque no eran vacas, ni ladraron porque no eran perros.

-Muuuuuuuuuuu-, dije yo, mirándolo al viejo con los ojos desorbitados.

Andrajoso hizo una mueca y en la comisura de sus labios tenía una cola que serpenteaba dando chicotazos. Como una bola de coca tenía a la rata masticada. Claro que hablaba poco y nada así. Pero eso no es un problema a esta altura. -Si le queda la cabeza a flote de la arena ya no representa un peligro verdadero-, pensé, mientras subí mi equipaje al coche que tenía las ruedas hasta la mitad enterradas en la arena. Y como había que salir porque no subió más pasajero en esa fronda pues tomé el volante y arrancamos con la mujercita envuelta y su niño y el pétreo Al Fayed camino a la ruta que nos llevara al sur acompañando la maldición.