Crónicas del subsuelo:  Las desventuras del gaucho desconocido

Crónicas del subsuelo: Las desventuras del gaucho desconocido

Por:Marcelo Padilla

Ya no cae el agua como cántaro. Las alopecias de la villa se deslizan y recolectan hijos de los árboles: saben a fruta seca y hedionda. Amarga. Años sin que vaya a visitar el cementerio, donde no lo encuentro nunca. Los durazneros que le dejamos alrededor, el caqui orondo al sol, y las agruras de nueces, soportaron lo que toleró la estructura del cementerio, fundado en 1868 por inmigrantes irlandeses, italianos e ingleses, vascos y franceses. Derruido, las sombras amilanan en el día, y por las noches cantos en vela irreconocibles oída el portero, que ya, habla con ellos, los muertos. El portero es un tipo setentón con una pata coja. De ojos azules como géiseres de Islandia, el viejo bedel del camposanto tiene pieza y cama para reposar sus huesos. Un colchón mogolludo, unos trapos y frezadas para la fresca, cuando el sol abandona los panteones. El frío cala. Solo y acostumbrado. Solo y desprolijo para purgar las hojas del otoño con la pata coja que amarra un rastrillo de pie. Mientras camina y habla, el tipo barre con su arrastramiento las hojas de los muertos.

Extraño al gato gordo, a la gata con cola de mujer, y también al conejo. El retorno, su complicación para sortear esas trazas, la columna de caravanas de inmigrantes que no cesa y aumenta a medida de la noche; en fin, varios motivos no me han permitido traerlos a la ciudad. Pero, soy consciente: los he abandonado. No voy a justificar hayan quedado en manos de una familia con granja, donde patos y gansos hacen bucle con sus cuellos en la oración, al amainar el celaje.

La señora Toms y el señor Agnes aman a los animales, y se encargan de mandarlos a distintas actividades humanas para su socialización: soga, broche, tiza, caliendro, manfieta. Aunque sé que a los bichos les gusta más el broche que el caliendro, a veces, les da

 por la manfieta y la soga. Según cómo se levanten. Y así, la recorrida por la poma con los bichos atados, de la mano del hijo menor de los Agnes-Toms: la bajada a los charquitos, donde se enjabonan de helechos y descomposiciones. La hora del apareamiento, así, ligados los animales de distintas especies, copulando como pueden, y los gritos de éxtasis del chancho. Insoportablemente cerdo.

Quedaron en las pampitas húmedas entre gallinas tercas y un gallo copetón que siempre las bardea. A ese gallo hijo de puta lo tengo entre ceja y ceja. Pues bien, no quiero enloquecer, tengo unas cuantas fotos para recordar a mis bichos; sin embargo, a veces, me hace mal mirarlas. Debería prenderlas fuego y olvidar a los bichos de una buena vez, porque ya no volveré más al campito donde los dejé. Quiero suicidar a todas a voces que me dicen "son simplemente bichos". Quiero cortarme la cabeza en seco y seguir caminando por la playa de estacionamiento. Tengo que acomodar 40 autos y 6 camionetas, más una motorhome que un pelotudo me dejó tirada con la cola rozando una catramina. A mí, nadie me deja más. Ya verán, tengo muchísimas ganas de prenderle fuego a esa mierda con la que se traslada por el país. Digo: "el país", por los calcos. Leo Jujuija, y también El Camayate. En otros, leo lugares desconocidos: Malasya, Esquimalia, Linternaia, Principado CH.

¿De dónde carajo son estos tipos?

Son dos: el pavo que maneja la motorhome, y ella. La veo en la foto del retrovisor de su carro y me calmo. Pero el pavo, el tipo que anda con ella, es un hijo de una gran puta. Encima tiene una sonrisita que devela decrepitud en sus dientes. En cambio ella...

Después de narrar su dolor, dedicó unos minutos para meditar. Quedó taciturno mirando al norte haciendo mudras con las manos. Develaron su estado mental: extrañas poses y movimientos raros. Aleteaba sus brazos de plástico ¿Quería volar o decirme algo con esos pavoneos? No sé, pero después lo entendería. Además de los brazos de plástico, también mofaba un acordeón de madera pintado de acordeón color madera, porque, como no tenía un mango, se lo armó con cajones de manzana, y al fuelle lo hizo de cartón. ¡Claro que no sonaba! Pero él se las arreglaba con los silbidos y los chifles. Hacía tañer una orquesta así. Los niños se le juntaban alrededor, y el loco de mi amigo entretenía. El otro día me acordé de ella, la rusa; y al evocarla tornó saudade aquella charla, cuando todavía podía caminar, hablar, enojarse. Aunque me jodiera ese tono saltón con que se manejaba al decir las cosas. Sin embargo, y en cualquiera caso, extraño aquellos momentos con Irvin (le pusieron Irvin, simplificando con esa magia típica de los grupitos de chantas la palabra "hirviendo", "está hirviendo Irvin", y así).

La rusa me sirve mate y lo sabe hacer. Pone la yerba, acostándolo, y en el hueco echa el agua caliente. Después mete la bombilla donde hubo hueco. A la uruguaya. Podría asegurar: es una paisana más la rusa. Y, debo decir, que ya no la celo con mi amigo Irvin. Lo extraño tanto como él extrañaba a los gatos y al conejo. Ahora lo entiendo. Sé que a la rusa le hice muchos escándalos con él, no con el estúpido de la motorhome, porque ese tema era exclusivamente de Irvin: su bronca con el tipo, su enamoramiento con la rusa. Tuve que decidir con una proclama privada: -No puedo celar al tipo que celaba mi amigo, yo lo celé a mi amigo directamente porque se quedó con la rusa, aunque ahora, luego del accidente que tuvieron, la rusa se haya quedado conmigo en este poblado solitario.

***

Eran otras épocas. La resolana dejaba a los perros tirados en la tierra, en las puertas de las casas. Parecían muertos los perros. Algunas moscas revoloteaban en el ano del perro mío. Buscando mierda mía en mi perro. Las lengüitas de las moscas le serpenteaban en una bacanal orgía de besos negros. Así lo sorprendían a mi perro. Las malditas moscas se cogieron a mi perro cuando la resolana, durante los años en el campo. Las combatí con pólvora, flí, y una sarta de componentes químicos que nada les hicieron. Una vez se paró de manos mi perro y las enfrentó. -¿Quieren mierda?- Les dijo, con los ojos rojos por el faso que estaba fumando un guacho que lo acariciaba. El perro estaba de la nuca, y las sacó cagando a ladridos sardónicos. ¿Las moscas? No volvieron más. Ustedes disculpen, pero las cosas, como son. Los indios, si bien estaban cerca, no pasaban la zanja. La respetaban. Sin embargo, ahí fue donde se destacó mi amigo Irvin.

El fuerte, si bien estaba protegido por su arquitectura y sus hombres, ésta vez, los indios no fueron pelotudos. Estaba la zanja, ancha, cavada hasta los mil metros de profundidad. Un indio se apioló y, calladito como perro que se lo están culiando, descendió con una soga al bajío. Arriban lo sostenían, organizados, 1450 indios que le daban de a poco soga hacia abajo. El indio llevó una lumbre india. De fuego, pero, cuando pasó los 200 metros de hondura se le apagó, y quedó en penumbras. A medida que bajaba, menos se veía. Claro, Irvin y sus galponeros creían que la cuestión se trataba de ver, y pensaron que el indio se ahogaría por la falta de oxígeno. Además, en la oscuridad del pozo de la zanja, quién podría rescatarse. Se fueron cansando los indios que sostenían al de abajo. Desertaron primero 300, al mando de Pichula Bronceada. Luego se desmayaron 400 -saquen la cuenta: la fuerza humana que se fue perdiendo. El indio cavó en el hoyo a 700 metros de profundidad, un pocito, que de apoco fue refugio. Cuando piantaron todos los indios de arriba dejando de garpe al de abajo, quedó el silencio. Irvin estaba borracho, de esperar algo ocurriera. Tomaron grapa, y los galponeros se rebelaron por el alcohol que los puso mimosos y pendencieros. Bipolares, digamos. Irvin se sacó, quiso pelear a puños y los galponeros lo puteaban en guaraní.

-Yataí, yataí, le decían.

-¡Los voy a prender fuego, paraguayos infiltrados! Les gritaba.

No era un sainete. Después se hizo sainete cuando el que escribió lo sucedido, en modo de saga, se lo pasó a la prensa. "Irvin, el gaucho loco", se llamó inicialmente, pero luego la prensa publicó "los escritos del gaucho desconocido" con el nombre "las desventuras de Irvin el gaucho desconocido". El anonimato de la escritura permitió que todos se lavaran las manos. Porque decía cosas tremendas el gaucho anónimo, y nadie se animaba a ponerle el gancho al libro. Luego lo imprimió la biblioteca de la villa. Y así rodó por editoriales y teatros, películas y performans, japenins y guitarreadas. Todos de poncho, vibrando al gaucho desconocido.

Ciego de ver, mudo de hablar. Manco de tocar, decapitado de pensar. Así anduvo Irvin unos años por el poblado. Perdido. Él y el poblado estaban perdidos en la inmensidad de la llanura. Iracundo gritaba a los cuatro vientos, que fueron tres, y el cuarto no llegó nunca. Alunado. La rusa no quería ni saber de su destino, Irvin había pasado al plano de la demencia. Los bichos le escapaban de pavura. En sus ojos bullía fuego. Se quería desgraciar. Sin embargo, la grapa le dejó dormido bajo un árbol viejísimo. El sol le despertó al albanecer. Irvin se creyó muerto. Y así anduvo replicando. Hizo nido en el cementerio. Entró al panteón de unos genoveses y se hizo una cucha. El portero le dio una mano y le abrió una puerta mal traída. Durmió con palomas y ratas. Comió mierda. Rezó a dioses que solo él reconocía. Flotaba en el panteón de familia prestada. Donde ya no volvía ningún pariente para las flores. El agua seca, las flores de la última vez, los pasadizos subterráneos donde Irvin creyó llegar al infierno. Mantuvo conversaciones con espectros, se nutrió de cifras y enigmas. Escuchó músicas frías y acústicas. Con las ventisqueras de otoño, se colaba el viento por los nichos, y en los panteones con vidrios rotos el soplo entraba galopando, -Ahí viene el ejército del mariscal-, dijo una vez, contó el portero.