Crónicas del subsuelo: Las cabras malditas

Crónicas del subsuelo: Las cabras malditas

Por:Marcelo Padilla

 Cierta noche, alrededor de un fuego tímido que costaba serpearan sus lengüetazos con el inconveniente viento, tal vez la garúa o la leña mojada, o por la falta de costumbre de ese grupo de investigadores adiestrados al carbón, encontrábanse intentando cocinar a un bicho semi embalsamado que habían hallado en una cueva abandonada por los puesteros. Un bicho con forma de cabra, su cabeza de cabra pero su pico de cóndor, con alas enormes que pudimos ver cuando ocurrió la disección al costado del amansadero, con seis patas: las dos delanteras de perro, las del medio de gallo y las traseras de cabra-cabra original malayas. Raro bicho que nunca se lo había oído nombrar por las llanuras ni aparecía en los catálogos de animales del Museo de los hallazgos Esperpénticos, un demonio si quieren, porque los cuernitos de la cabra vitriólica eran rojos encendidos por las luces primeras de la llamita pedorra que empezaba a elevarse una vez que amainó el viento y la lluviecita, a eso de las cuatro de la madrugada, y la ginebra helada corría de jarra en jarra para mitigar el frío y, de paso darse un ayudín de ánimo para seguir con la faena de disección del bicho, porque hambre sobraba y, a pesar de tener en sus manos a un animal no convencional, la carne, es una debilidad para el nativo y por supuesto para los embusteros que andan por ahí vestidos de safaris haciendo antropología del bolazo . En las manos de los investigadores, cuchillos camperos. Algunos cansados del trabajo fino se abalanzaron sobre la cabra maldita y acuchillándola le cortaron algunas partes, las patas -al menos las de perro y las de gallo-, eran más fáciles de trozar, porque las de cabra-cabra estaban congeladas y, con el efecto del verde acuoso de los pantanos sabían podridas y la hediondez les impedía seguir intentando, a cuchillo, el corte en las coyunturas.

Es decir, las patas originales del animal estaban imposibles por la baranda que de tanto en tanto producía arcadas, repito, por el hedor y la putrefacción. Sin embargo el hambre del que pierde la brújula no repara en coordenadas adecuadas. El hambre es una llamarada de ácido por esos campos cuando los 25° bajo cero y la extensa caminata fagocitan toda marcha expedicionaria. Lo que buscaban los tipos eran cuevas para guarecerse por unos días hasta que pasara el temporal de nieve que se aproximaba. Las nubes bajaban súbitamente sobre los puestitos esparcidos en esa Pampa Negra que ha quedado hace 5 mil años como testimonio del ultimo vomito del Payú Matrú, un volcán de visita ultima si uno intentaba asomarse a su brocal aguaitando. La última vez que se asomaron unos turistas checos, cuando uno de ellos les quiso sacar una foto a los otros, ocurrió una tragedia, se los tragó el volcán, se resbalaron y no se los pudo ver más. Es más, se habla de leyenda oral sin testigos ni nada que probara esto que digo, pero lo cierto es que por lo que acá se cuenta es que los checos se mandaron abajo por una foto que le mandarían al director del Centro de Intervenciones Checoslovacas, a un tal Pavel Neqved, nacido y criado en la vieja república, pero que por cuestiones de familia y esas domesticidades terminó en Bohemia dirigiendo un Centro de Extirpación de Animales Extraños a la vera de los volcanes. Para los hundidos era una papita estar en el volcán y con un bicho raro, y sabían esos checos famélicos que aquella foto les daría una buena patina de confianza para que de los fondos del centro de investigación les mandaran más guita. No pudo ser. Porque la foto si bien se sacó, nunca pudo llegar a destino, y la gente del lugar, la docena de familias trashumantes que nomadeaban haciendo la veranada para las cabras lo decían sin tapujos: "se ahogaron en el volcán, se sacaron una foto y se hundieron".

En fin, eso les paso a los checos, pero ¿Y estos que son cordobeses, que andan con el fernet y la coca destripando a una cabra maldita demoníaca, de dónde salieron? Preguntas que uno se hace mientras uno masticaba los bordes con carne de los ojos de la cabra y otro le sacaba los ojos para comérselos como uvas en un espectáculo de bacanal romana. Los cordobeses no le daban bola al mito de los checos hundidos en el volcán, en pedo ya, luego de las ginebras y habiendo saciado el hambre (habrían quedado las patas podridas incomibles y el esqueleto del bicho con unas moscas ventiladoras) se dispusieron a ir al volcán a superar la meta de los checos, que no fue meta sino más bien tragedia, no obstante, como los polacos congelados en las montañas andinas, obsesos, imperiales, desafiantes por el alcohol en su sangre y el alimento extraído del bicho diseccionado en anatómica morgue de improvisto, a cielo abierto pero a metros de la cueva, se llenaron de enjundia y coraje para trepar. Los cordobeses llevaban una escalera de sogas de mil quinientos metros que, desplegada y atada con cabos cada 20 metros, podía aferrarse a la ladera oeste donde el decline era más pronunciado y así subir lentamente pero seguros, no como los checos que se fueron por la pared sur sin escalera y empinadísima como las tribunas de la bombonera se mandaron directo a la tragedia.

Acá la leyenda que se cuenta es que a los bichos raros y esperpénticos no se los come, porque son así, como nacieron, hijos del mismo diablo, y no se los toca. Que de tanto aparece y se pone a folgar con los ojos encendidos de fuego con cabra que ve y al terminar el acto zoodiablofílico, algunas cabras preñadas huían sin saberse más de ellas, pero otras elegían parir ahí, para morir en el parto y dejar al animal raro para que reine entre los demás y cuide así la leyenda de la habitabilidad de la maldad de los chupa trompas de volcanes serotonínicos. Deprimidos volcanes que sin profesionales a su disposición vomitaban checos, polacos, unos rosarinos de luna de miel que osaron hacerse los exploradores safaris, con ropa de exploradores safaris. En fin, unos infelices que en sus alabanzas a la naturaleza terminaban por convertirse en fetiches japoneses hechos piedritas negras petrificadas para llevarse como suvenires. Las piedritas con el cuerpo de la pareja de los rosarinos petrificados, los polaquitos, los checos, y así.

El puesto de ventas funcionaba durante el día desde las 11 de la mañana hasta las 17 que bajaba el ventisquero. Con Almira Falacia nos llevamos uno de cada uno, porque nunca más volveríamos, y la verdad que tener en la mesa de luz a unos seres petrificados en negro de orígenes diversos eran para nuestro matrimonio una rareza dentro de los lujos que uno se puede dar cuando se despierta y los mastica como al alquitrán, te dejan los dientes más blancos, podes aparentar de tu limpieza odontológica y encima decir que la antropología de las cosas está más allá de tus narices. Por supuesto, a los polaquitos con cuidado, porque pegan más, es un viaje medio psicodélico, no sé, vaya saber, dicen que uno se llamaba Deyna y el otro Boniek, eso dicen, pero no les conozco las caras, ni Almira tampoco, Falacia de por medio.

Marcelo Padilla