Crónicas del subsuelo: La fiesta del humo

Crónicas del subsuelo: La fiesta del humo

Por:Marcelo Padilla

El piso se mueve, meciéndose, una vez más. El arcoíris hace la herradura en el cielo, pero al revés, el caballo mutante se desliza como una víbora por el pasto del Gran Parque, otea la mirilla esotérica el búho para avistar la tráquea de la comunidad. Malasya equivocada de mapa, hinchada por la lluvia, la humedad, el celeste ardor se funde con el mar adentro de la ballena, el director se calienta y prende con la vela el mantel de la mesa. Las dos monjitas bajan, de ácido, por la escalera por la humareda. Con sus perritos van hacia la gran quemazón del aquelarre. Han dejado restitos de los cuerpos calcinados en sus habitaciones. Recreando un ritual umbanda que aprendieron en África cuando fueron misioneras. La soga gotea. Es arenilla, de huesos, hechos polvo. El Celebrante Retirado guarda las cenizas en el cofre, luego mete una carta y lo cierra con plomo, lo blinda, y lo de adentro ya es eterno. Bajo el agua se desliza como un pez que abandona, y se hunde lleno de peso muerto. Fragua los adoquines viejos y rebota, luego las algas lo envuelven como si una araña le tejiera el destino. Las monjitas son rusas, comunistas, expulsadas de la iglesia ortodoxa. Las monjitas usan cerbatanas para tirar pelotitas de papel hechas con baba. Juegan a la guerra con los de abajo. Pasan los carros, humea el centro con las bombas de chorizo vegano, las salsas son la sangre, por eso monjita I se tira al piso y dice: me dieron. Monjita II resiste desde el piso 19. Sola, con su camarada en el piso. No está muerta. Pero bien se le parece a un cadáver lívido en las sombras de la noche. Es una noche de terror francés, con cámaras de gas en el subsuelo. ¡Ainda, ainda, ainda!, gritan desde los coches con humo, pidiendo auxilio. Los helicópteros sobrevuelan la zona de las heladerías.

Luego de la nublación sorete, el cielo tira párvulos de risa, dientecitos de leche sueltos al aire que los niños atajan en las correteadas tras los carros de diamantes, el reinado huelga su enfermedad espasmódica y llama a sus combatientes. El principado da que hablar en los periódicos. Por su separación de las costumbres, en la anacronía cromática del sueño de un príncipe decapitado, todo lo que deliran los turistas es engaño. Han probado frutas que lanzan de los carros con gusanitos tiernos que del melón salen hechos una cucaracha inversa. El humo en los ojos, las gotitas colirium que se acaban, las farmacias que cierran con la clientela adentro hasta el otro día. -: "Aquí se puede dormir"-, dicen, cuchicheando, dos señoras mayores que no le temen a nada y se hacen bichos bolitas en la góndola de las cremas. El vaso con la dentadura, los anillos, las cadenas. El cenicero de Persia. Las hortalizas que llegaron en tanda quedan en la puerta. Las farmacias apagan las luces y los baños públicos abren. La tierra se mueve lentamente, los pinos dejan caer sus piñitas para que jueguen los niños en la calle del Gran Parque. Son bombitas iracundas que a la media hora explotan. Sin embargo, al juego no se lo quitan a nadie, como en un sueño de grandiosas hazañas, de esperpénticas aventuras. Las guerritas chiquitas con las que jugamos todos los ciudadanos de Malasya han distribuido la enfermedad. El vicio. El jueguito de la guerra es un vicio toda vez que explota una piñita. -: "Auch, me dieron"-, dice uno, que se deja caer con la baba colgando. Es solo baba, pero la idea es de sangre. Perritos olfateadores se acercan, no son british, son perros de la calle Nadiezka, perritos de Padua. De los que venden en las tiendas chinas. Por afuera de felpa y por dentro de carne molida pasada, con olor a pudrición. ¡Ay esos perritos dorados que al sol iluminan la pirámide! Se van a resbalar si siguen así. En la punta del sol que anochece la ladera de la espalda. Donde los masajes a la pirámide no dan resultado por el estrés al que han sometido a los niños y los perros.

Ciento cincuenta locutores. Mil quinientos televisores. La Reina Central y La Corte. Llegan los disidentes disfrazados, que a ella auditan con el fin de colgarla en la pira. Casi como un sacrificio esculpido en las viejas escrituras. La reina de los Thelonious Monk es transportada en burro, con su capa manchada de barro en los extremos. Miles de pericotes corretean tras la reina diezmada. El sol no avisa. Las bombitas viejas del carnaval caen desde los edificios y la gente corre en estampida. No hay reporte de víctimas fatales, por ahora, pero ya se habla de, al menos, 500 heridos, que son atendidos en distintos polideportivos pornofarmacológicos, antes del encierro. Han terremoteado la ciudad. Malasya humedece de lágrimas por entre las fisuras de su ancestral arquitectura. Trizada por el tiempo. "Se alquilan balcones", reza, el cartel principal de entrada a la ciudad. La lluvia ácida. Luego de las 3 am, inspira. Excitante astrolabio inferior de las caravanas gitanas. Han llegado con el aparcamiento vencido. Sin la revisión técnica. Los paran, se pelean, los asaltan. Hay tumulto en esas 6 esquinas de Iguazú y nadie sabe de dónde salen las balas. Rodeados frente a las Cataratas. Rodeados por la mazmorra, y la chipica que tapa todo aguacero en las cunetas. Son miles de días que vienen del medioevo oscuro como estampitas para pegar en la heladera. Las que se adhieren. El humo negro dispara la alarma de la ciudad. La lluvia es cáustica como en los viejos caseríos frente al castillo desvencijado por la turba que ha entronizado a un ocelote liberado de la selva peruana. El bicho que llama la atención por su parecer a un gato doméstico. El gato que mata a su presa, degollándola. El Celebrante retirado mira el mar, el horizonte de agua que marea hasta que aparecen los barcos llenos de indios cantando en su dialecto chichi. La banda de la policía es un grupo de señores gordos con instrumentos de viento que recorren la avenida, sin ganas, hacen playback y se equivocan de himno (o lo hacen a propósito). Y los caballos que ya no les responden a los baqueanos. En plena ciudad, las luces espantan al más despierto. Duermen, en las puertas de las iglesias, sinagogas, mezquitas y pagodas, unos pordioseros zen. La fiesta continúa. Las audiencias con los diplomáticos invasores se hacen en el alba cortada a estiletazos por el cóndor sin cabeza.

Azul y oro, se hace petróleo el vino nuevo. Gas. Fiestas débiles. De temperatura al 37. No hay más bondis que tomar, quedan las monturas tiradas en el piso. Las motos no se hacen cargo. En el palco... la estrellas.

Marcelo Padilla