La complacencia de la vida es infinita, como lo es el número 88. Es en la cifra de la cábala de los hebreos desde donde el hombre sostiene, que el cielo parco de la noche de la pampa, nunca avisa lo que trae en sus entrañas. Y que enluta de gran misterio a la llanura, porque antes del albanecer de una jornada neblinosa, sorprenden sus astas bajas en los mástiles. Y ya se sabe anticipada la nueva aurora y la autoría de la angustia. Aún en las celebraciones de arrabales, donde todo es deleite y jarana, la peonada es de persignarse. Con un ademán ligero lo hace de memoria.
Estamos ante la presencia de lo que cabalmente se nombra feligresía a un conjunto de paisanos que aun en ambientes estimulantes y con los espíritus alterados, así como todos sus sentidos, son ellos mismos los que asumen la gravedad que le dispensan los escapularios con los que se cruzan en el camino, como así también son los que se hacen cargo del halo de desconcierto al que los somete la representación esculpida de las ojotas de Jesús, o de las alpargatas de Fierro, ora abandonadas en la estampida de los indios, ora traídas por las manos laboriosas de una artista a nuestros días. Y en este vasto museo de trivialidades es que ocurren estas cosas que se cuentan.
Los parroquianos se elevan en espíritu. Ayudados con el empujón de algún brebaje misterioso elaborado casa adentro, y cocinado en infiernillo propio. Lo que constituye insospechadamente en el poblado una presencia de relicario autónomo. Una gama amplísima de sabores para el denso paladar del nativo ha quedado en el ambiente. Pero, al final del camino por donde le sale la gola al cantor, un dulzor amargo y sospechoso deja notas encantadoras y mareantes de tesino, de carricoche y de azusancias. Y al alma la colman de gozo con diferentes tentempiés molidos hechos polvo, pero brillantes, que saben esnifar de un pocito de la mano, oquedad artesanal que se forma en el cruce del tronco del dedo gordo con la junta del embrión del dedo índice. Allá, cerca de la muñeca que tornea la mano, pero sin llegar a ella, se forma ese huequito.
Entonces, la desposesión es absoluta. Y cuando ya nada queda en los bolsillos del paisano, hasta las más elementales propiedades que antes engarrafaban los objetos y reluminaban en las barbas del judío, ahora, ya no significan, aunque brillen, más nada para él. Hoy, atribulado el hombre ha quedado en estos pagos, derivado de linaje. El dejo del ánimo por el lucro es tan profundo como la depresión de un elefante en pleno desierto de Sahel. Que hasta la luz se sabe infinita, y los veranos permanentes en las islas del sol, donde ya no gobiernan ni los animales, se pueblan de extranjis. De guiris, de pijos.
Es, un sabiéndolo porvenir. Que del pozo que venimos escapando, y que otros por obligación lo han hecho antaño, se expulsa contra todo ánimo de juzgamientos a la propia crianza, a la que luego succiona madura la boca de una anciana hasta apachangarla, y que de tanto chuparla y dejarla como una pasa de uva y a pleno sol sobre las rejillas de secado en aquellos densos matorrales donde tiran a las crías, se mofa el bicho, y a lo lejos otea, por tanta desprotección y amenaza, al liado firmamento que lo emboba. Y ya de grandes, en el pozo y en la póstuma noche de lo que aquí se consideró ciudad próspera y vertebral en el desarrollo pionero de la raza, entraríamos todos y cada uno en la más honda de las desgracias que puedan considerarse por comparación con otras desventuras de otros mundos.
Las desgracias de un lunfa en una vida licenciosa, o las de una dama que troca su cuerpo en el barrio de Moratalaz a cambio de caballo, podrían constituir, si se me permite, dos ejemplos. Pero, estupefactos por el estereotipo lo multiplicamos y lo exponemos a la duplicación y al anatema, que toda especie posee, sin darse cabal cuenta de lo que posee. La desgracias de un clan a punto de pasar a la prole bien constituyen una muestra del ocaso de una etapa, y el exterminio de una civilización entera, que yace hundida en un océano, no representa más que la ignorancia de muchos. Ya no importan ni el destino de las cosas ni el de los hombres, a quienes ignoran.
Ante casos de literatura como el que se presenta en estos párrafos, y en la vida cotidiana, es el amanuense el que reflexiona. Y no puede seguir tecleando porque le molesta el encorvamiento de su espalda, y puro es el dolor que siente en la nuca y cervicales. El temblor que le dispara uno de sus brazos le carcome el sistema nervioso central. El amanuense tirita porque sus brazos son parte de la máquina, y la máquina, si bien es clásica y de las buenas, se estropea en el andar de su camino. El dolor se le hace insoportable a la altura del trapecio. Zona izquierda. Pero va. Entumecido por el frío. Con su barahúnda psíquica y errática sobre el texto, deslizándose como lo hacen las letras gitanas en la mar.
Y así es que el hombre en toda su profundidad espiritual realiza ejercicios y peripecias no muy claras, si uno quisiera vincularlas a una disciplina. Por supuesto. Pero, por la flexión de los músculos, que estirándolos de punta a punta con el codo hacia su contrario se le parecen, desliza una mano sobre el teclado. Y lo acaricia. Mientras la otra mano le hace llegar un sorbo de agua hasta la boca, que le ha quedado seca. A sus labios carcomidos por la helada le vienen bien esos sorbos apurados, aún la tos. La noche da su terminal testimonio en ese trago que pasó por el garguero. Y no ha salido de su instrumento. Y por la boca del guitarrón apenas asoma la cabeza hasta que sus ojos agazapados miran cual voyeur, y del susto por lo que ve se le encorva su espalda de nuevo. Como un bicho bolita se mete a dormitar al guitarrón, al lado de su bellamuerte. Calientitos.
Aterido. Toca algunas teclas al tun tun. Y suenan nueve notas en el comedor. Piensa que ha huido el pájaro negro por las lonjas de los viejos ventanales, que otrora hilaban a la parra con el enjambre del limonero hecho salvaje por abandono, y que junto a las lianas de los zapallos, atravesaron los paredones de toda la casa unos zancos de tronco verde opaco, pero secos. Su mano, aprieta otra tecla con desgano, con la palma. Los sombreros de los señores abanican a la mujer desmayada en la puerta del cabaret de nuestra casa. La música brota de ese piano húmedo. Los caballeros están de copas y algunos ya se ríen de la situación. No obstante, el gesto adusto del mozo comunica, que lo que tiene entre sus manos es la cabeza del occiso, y que el muerto mide un metro sesenta y cinco. El pianista se ha contagiado, a tal punto, que ya es embrión y proveedor de una obra clásica la que está ejecutando. El mozo sostiene la cabeza.
-"¡Míren lo que es éste pobre hombre!", les dice a los caballeros presentes.
Y las damas tienden sus manos a la boca del occiso para que no diga una sola palabra más ese hombre dividido y comprometa a la clientela. Le tapan la boca y la nariz, los ojos. Una de las damas que está muy ebria se le acerca al mozo y le inquiere:
-"Escúcheme mocito, hace media hora pedí mi copín de Hesperidina, ¿quién puta me lo sirve?"
Algunos hoscos hombres ríen tapándose la boca con el puño del gabán, por pudor. El mozo le indica a la dama que vaya hasta el betel, que por favor vaya hasta el betel y le pida al botarate le llene una palangana de agua fría, y que se la arroje en la cabeza al occiso, que por favor lo haga, para cortar la sangre derramada de este subversivo. La dama le hace caso sabiendo que no todos en el bar se han dado cuenta de la situación clandestina de la pieza. La música sigue, y es gently. Suena a gently por cómo se la baila, con pasitos cortos y saltitos largos, de aquí para allá. Y luego dar una vuelta entera en un solo pie. La dama le abanica con sus pechos el movimiento tropical al viejo ebrio de la puerta, que, con sus jetones labios sostienen un habano húmedo bajo una garúa pegajosa, con apenas un humo de hilo despidiéndose del mundo. En el baño esta Raquelita, la tortillera. Dicen que no está sola y es por eso que se demora. Y otros dicen que, cuando alguien en el baño se demora es porque está haciendo algo raro y pactado, y que ese arreglo debe ser siempre por dinero y nunca de palabra. Por lo tanto:
-"Se prohíbe molestar, se prohíbe usar el baño".
El humo de la zarza nubea el cielo y es bajo de la carne asada y en el horno de barro que chispean las jarillas. Y es en el sonido de la quemazón a 300 grados que el espectáculo se hace de color naranja fuego. Si bien es hediondo el bicho al cocinarse, nadie advierte, que, la sangre, no se le evapora, y que se le desliza entre la carne. Lo que cae al piso es definitivamente toda la grasa quemada del occiso, oscurecida por el aceite. La sangre está en la carne y beberla es también masticar al bicho. Con lo cual, ya tenemos un atajo para tal problemática vampírica. Llegado el caso, esto que se cuenta ahora, pone felices a los involucrados en la situación. Aún el lector que ya es testigo y partícipe necesario del supuesto asesinato ensaye una mueca de ocio en soledad, ¡es cómplice!
Más ya el occiso, es historia.
Y lo que conocimos como su cuerpo son ahora unas pocas cenizas esparcidas. Nadie ha preguntado por su gracia. Ya se lo han llevado en el coche fúnebre directo al festival. Por pudor y ahorro solían quemar los viernes a la noche los cuerpos de los muertos. Era digno lo que hacían para achicar el gasto en el erario público. El camino hacia la cremación es un largo trecho hacia el bagual, y es por las noches que se escaldan los cuerpos de los hombres: sus cadáveres y el de sus esposas y el de sus hijos, de todos sus parientes; y por eso es que pedimos que dios y la virgencita, a toditos, tenga en la gloria. Por la hediondez que despide el cuerpo incinerado, el festival se realiza solamente la noche de los viernes, justamente, es ese el día, en el que me enamoro.
Ya dije, ya cité, a quien lo dijo entre dimes y diretes, Yo, todos los viernes me enamoro.
La complacencia de la vida es infinita, como lo es el número 88. Es en la cifra de la cábala de los hebreos desde donde el hombre sostiene, que el cielo parco de la noche de la pampa, nunca avisa lo que trae en sus entrañas. Y que enluta de gran misterio a la llanura, porque antes del albanecer de una jornada neblinosa, sorprenden sus astas bajas en los mástiles. Y ya se sabe anticipada la nueva aurora y la autoría de la angustia. Aún en las celebraciones de arrabales, donde todo es deleite y jarana, la peonada es de persignarse. Con un ademán ligero lo hace de memoria.