Crónicas del subsuelo: La bestia

Crónicas del subsuelo: La bestia

Por:Marcelo Padilla

La última tentación del hombre fue aprovecharse de su propia debilidad, sabiendo de antemano su condena. El último acto debió ser su voluntad arcaica y básica: el sacrificio.

No es de asombrar que al último le tocara tal espera. Lo decían sus fotos de niño cuando lo hicieron responsable de aquella matanza, sin comerla ni beberla. Sin haberlo decidido tan siquiera, el niño, ya era culpable desde su existencia de todo lo que hubiera de suceder en más.

¿Acaso no todos lo somos?

-Quiero nacer cuando estés mirando vidrieras por el centro, Madre-. Decía, la voz interior.

De feto, ya enunciaba cosas: ecos extrañísimos regurgitaban. Deformaciones de voces bajo un agua burbujeante y densa se colaban por los agujeros de La madre: ano/ boca/ vagina/ oído. Podían auscultarlo quienes posaran su oreja en la panzota. No obstante, La madre, no permitía cualquiera lo hiciera. Tan solo a la foto del marido con su orejuela inquieta dejaba oír. Los balbuceos del crío bullían por afectación de La madre que, del vientre, producía una maquinita de hablar un idioma desconocido activada antes de tiempo.

Fue de noche. La luz había desaparecido. Y ya se anticipaba la bestia con sus patadas.

Era el campo. Luego la pequeña ciudad. Agua nunca hubo. Un desierto natural rodeaba esa parición indoméstica que apuraban la madre de La madre, La madre, y el ser hablante. Tríada inseparable por sanguinolentos silencios y costumbres paganas. La madre creyó siempre haberlo escuchado con claridad. Lo dijo más de una vez en las reuniones del trabajo; y esos decires fueron esparciendo el constructo del rumor, otra maquinita hablante que se activaba en la cerebridad de los guiljos, tribu ancestral que habita los márgenes de la región. Cerca de un hilito de agua que baja de los ríos, se dice también que, farolera tropezó y en el río se cayó, luego vino un Coronel con su Obispo en un corcel -el Coronel adelante y el Obispo atrás- quien abrazaba al Coronel tiritando, haciéndose el asustado por el traqueteo. Pero no, lo quería toquetear el cura al milico, cosa que el Coronel notó y le dio un sopapo pa que se calmara. Un tate quieto.

A cántaros los rumores sobre el vientre de La madre. Sin embargo, algo latía en sus escritos de la libretita. Se le vino a la mente y le apareció en la panza, y luego dijo que se le vino La virgen a dictarle frases, o algo parecido a una virgen, tal vez una imagen protectora le apuntaba frases ondulantes; tosca virgencita que se ilumina de verde con la oscuridá, como los rosarios y la estatuitas. De virgen santa y de santa... inmaculada. Igualitas de pegoteadas la madre de La madre y La madre. Así se veían esas señoras que paseaban del brazo por una vereda chueca, mirando miriñaques en el ocaso de una tarde.

***

Más no sorprenderse por lo que viniera después tras los cuchicheos. Lenguas ponzoñosas del pueblo condenaron junto al párroco, mientras el sacristán se la cascaba escuchando pecados consumados en la asamblea de la salvación.

***

-Si nace hablando ¡va ser muy culto! dijo un borracho, acodado en la barra de almacén.

-¿Y a usted quién le dijo que habla?

-Me lo dijo la mujer del charco pué, la que cura la ojeadura, ella le fue a curar la ojeadura de la panza y La madre se lo dijo. No bua andar hablando por hablar.

-¡Mire vea!

Lo primero que se me viene a la mente cuando veo el mapa de esa ciudad, es el portal que topamos metiéndonos aquella mañana al hospital. En la entrada nos dimos un jetazo y nos alistamos a la clase de objetos mórbidos, pechando las puertas. Yo era un alumno más. Vestía un guardapolvo blanco, impecable, que me dio ella. El de repuesto que ella tenía en el placar, porque había que entrar así, sino no te alistaban. Escuchamos al investigador que recorría el salón señalando pedazos de embriones deformadísimos, criaturas plastinadas de alevosa presentación en unos frascos lívidos con líquido amniótico y alcohol.

Miré a uno, mientras el investigador galeno -debió ser el doctor Horacio, titular de la Cátedra de Deformaciones Humanas, elucubraba sus teorías sobre los embriones monstruosos. El doc Horacio le hacía preguntas al grupo de compañeros estudiantes de medicina, levanté una mano para acomodarme el guardapolvo y...Tuve que responder a la pregunta.

Improvisé:

-Que ésto debió tenerse en cuenta desde tiempos ancestrales, que las deformaciones humanas vienen de las intervenciones de la ciencia médica en los cuerpos, que desde que la medicina es ciencia formal, no desde Leónidas Escudero, un médico que escribió la medecina para curar los males. No, tampoco del pacto griego-.

Si bien el investigador no dijo nada ante la respuesta que di, me miró con cara de extrañeza. Yo no sabía ni lo que había preguntado. Zafé, no me echaron. Me uní a la recorrida por el salón con ella, nos besamos entre los frascos. Había debutado como estudiante de medicina, me faltaban tan solo 65 materias y era casi, casi médico.

Ocurrió de todo. Y un terremoto rajó la tierra en dos. En el medio desplomaron cincuenta parroquianos. No pudieron rescatarlos. Con las réplicas, la tierra se cerró de vuelta y se los tragó en el acto.

La bestia había nacido.

Los gritos de La madre ovularon a otro niño en el vientre. Pero, La madre diría que fue el espíritu santo. En fin, todos los ojos y dichos del pueblo apuntaban a la tríada. -Son brujas, son brujas, dijeron en los bares y almacenes. En los toldos también se hablaba, y a bisbiseos en las peregrinaciones. A tal punto, que el canturreo llegó a los oídos del Obispo de la Sede eclesiástica. Un individuo de unos 65 años, no tan achacado y bastante apuesto. Se hizo el choto al principio, meditando el tema. Sin embargo, algo tenía guardado en el placar el Obispo. Y sí, tenía una escopeta Winchester y una camiseta de los Tigres de Atacama: era fanático del equipo del desierto que había descendido al infierno de la B.

Venía de La capital mandado por los mariscales, y todas las señoras y señoritas del poblado le revelaban sus pecados. El cura sabía todo. Guardaba llaves de secretos terribles que vomitaban las confesadas. Y de una de ellas, no se olvidó más de lo que le cantó una mañana en la basílica.

El niño nació y fue cuidado como un animal enjaulado. Pa celarlo de los guiljos que lo querían decapitar. Andaban con las guadañas prestos a la sangre, listos para conjurar con ese acto de eliminación de la cabeza, las costas por su nacimiento: terremoto, cincuenta parroquianos tragados por la tierra, y el aura de maleficios que quedó trepidando en el pueblo. Los guiljos supieron pelear en la Guerra del Sur por las islitas. Lograron decapitar con sus guadañas a doscientos enemigos en menos que cante un gallo. Los condecoraron en La capital con coronas y espigas. Les dieron unas pastillas pa los nervios a los mutilados. Se hicieron budistas los guiljos por el clona, pero desde un budismo... digamos, privado. Propio. -Mire padre, nada que ver con el budismo tradicional. Acá eran indios que andaban con túnicas de naranja por los desiertos tomando de la damajuana, barriendo con los pueblitos de cabras del entorno, re borrachos. Lo aprendieron de los rusos cuando entraron a Hamburgo, salvando las diferencias ¿vió?

Violaron a las cabras y ovejas, preñaron a diez ceajas y siete carneras. De ellas nacieron otras bestias más peligrosas que mi niño bastardo, Padre. Crías con cabeza de cordero balaban en la escuela, Padre ¡Íbices con piernas humanas saltaban por la basílica donde el cura da la misa! Un verdadero bardo con el polvo que levantaron. Algunos de los guiljos que no gustaban copular con animales se hicieron la de mono, sudando bajo el sol, cagados de sed como la difunta. ¿Usted me entiende lo que le estoy diciendo, padre?

Era el campo. Fue el desierto. Donde no llegan los ojos lejanos ni las oídas de las industrias de peletería.

-¿Sabe Padre? ¿Usted sabe lo que hacen los guiljos? Preguntó La Madre al cura, en la confesión.

Y prosiguió:

Los guiljos se abrigan con pieles de perros peludos. En los atardeceres rodean las alamedas para el reparo, montan una carpa y hacen picnics con los bichos que cazan. Pero, con mantelito a cuadros en el piso. No eran tan mugrientos como se decía por ahí. Servilletas tenían. Imaginen lo adelantados que están que no pueden eructar cuando comen una paloma o un gato rabioso. Son educados. Por los registros oficiales no podemos saber cuántos quedan de la etnia de los guiljos. En el pueblo se calcula que son 33, como los hinchas del lobo. Los últimos 33. Dijo La Madre, ante la cara atónita del Padre (¿?)

Al niño, a los dos años de su parición, lo quisieron quemar en la plaza principal. Los cancerberos tenían todo preparado. No había pasado la pavura en el poblado. Lo buscaron por llanuras y estepas, cruzando ríos con un fueguito pedorro hacia otros caseríos. Nunca lo encontraron. Hasta que un día, en los almacenes corrió un rumor:

Se lo habría visto en los brazos de una mujer vestida de gitana, ataviado con telas de colores chillones para ocultarlo.

-¡Así cualquiera! Dijo el mismo borracho, en la barra de almacén. Ahora que lo encontraron, si es que lo encontraron -¡Berp!- Porque pa mí que han agarrau a cualquier hijo e vecino, sentenció el borracho, recostado sobre la barra por el tremendo pedo que se había agarrado.

-Pues guay, guay, guayyyy con los rumores de los borrachos, dijo en pleno narcisismo de borracho, citándose a sí mismo y levantando la copa para que le sirviera aguardiente.

-¿Pero lo quemaron?

-¡No!

-¿Y dónde está la bestia?

-En los prados del Este, salvaje nomá, la dejaron por ahí La madre y la madre de La madre pa que se vaya y no lo maten, pobre crío, dijo el borracho con tono tristón, agachando la cabeza.

-¡Ma qué pobre! Si tenía a todo el poblao asustau ¡Que ni venga por estos laos jamás de los jamases!

El borracho bebió su última copa y salió a la puerta. Atrás, la mujer del almacén fregaba la barra con un trapo. El sol le cegó el portal. Miró hacia el Este y vio la llanura indómita.

Pensó en la bestia.

Salió a buscarla.