Los cactus, la chipica noble y estoica, las flores y los cementerios viejos donde los gorriones se estancan. Y como únicos acompañantes de nuestros muertos, esperan, a la miga que cae, y es traída por el viento, al preciso filo de sus picos. El ejido urbano y la ventricular porción de aliento que nos queda. La escoba gastada, las telas de araña en todos los rincones y ángulos de los techos de la casa. La vista gorda del amor, el desamor, y la vista gorda de la ira.
El llanto de una niña en la puerta de una guardería donde la deja su madre, o la deja su padre, o su abuela, o su abuelo, o nadie. Los pibes y las pibas están cansados del colegio y los que andan en bondi también. Los que caminan. Los que no pueden caminar, la contaminada moral de los machos. El rictus de un suicida, las bienvenidas, las despedidas, y el último pucho en el paquete de cigarrillos a las dos de la mañana. La puta que ya no está en la esquina que alguna vez pisé.
Los libros subrayados y los tramos perfumados en la siesta. El misterio del caníbal en pleno centro. Las calles rotas y las arregladas, las avenidas nuevas y las viejas, el dolor de un golpe en la oscuridad, el dolor porque sí, la oscuridad porque sí, las palomas infectadas. El río blanco y la bajada imperfecta, la putrefacción de lo pulcro, la hediondez de la civilización, el orgullo de un barrio, las plazas vacías, los toboganes tristes, los árboles. El cañaveral que se muda y la tierra que desacomoda, y marea. El pelo frágil de los estresados y el óxido en sus gargantas.
Los nudos ciegos, las noticias desesperadamente aguardadas, el momento en que una hoja se hamaca en el aire un rato largo y nunca cae. La barbarie como causa y condición. Las opciones correctas, el mundo como metáfora y las casualidades del azar digitado por cuarenta dioses excluidos vengándose de nosotros. Las canciones chilenas con olor a puerto. La falta de iniciativa privada del asalariado según la mirada del empresario y la falta de solidaridad del empresario según la mirada del asalariado. Tú lucha de clases y mi lucha de encajes. Las luchas internas. Las clases exteriores a tu país que recibes en tu casa.
Los guachos callejeros. Las guachas callejeras y corajudas de la noche. El hombre que se va a morir mañana a la mañana. Robert Walser camina por su suiza y cae, de un infarto, sobre la nieve. El que murió a primera hora de ésta mañana y los que viven llenos, insatisfechos, y viven en cuevas. Las cuevas que abrigan a los que viven, y la llegada de un hijo, y la partida de ese mismo hijo, o el tesón del perro que sale caminando luego de ser pisado por un auto. Y el perro que no. Y el pibe que no. Y la mujer que no. Y la madre y el padre, que no. Y los amigos y amigas, que no. Y todos los que dicen representarnos.
Ésta noche estrellada contra los techos del barrio cayéndose en el pedacito de mi suelo alquilado. La gente acepta cualquier cosa. Las búsquedas y los rastrillajes para encontrar ahogados en los ríos. La esquina de los débiles y la panza del mar que no tenemos, el desierto augusto y la bruma inglesa importada que venden en el Jumbo. Las invasiones de inversiones extranjeras y los soldados preparados para una guerra contra el enemigo y que entrenan con nativos harapientos movilizados por la tierra, arremangados por el barro.
La vergüenza y el límite del techo de las ilusiones. El rigor y la ancha alameda por donde no pasó nunca el hombre nuevo. El autoboicot de la especie. El último pasajero de esta tripulación vuelta loca. El fachismo espontáneo que gobierna la catarsis colectiva, la ruleta rusa y la castidad del cura por autocontrol místico. La fantasía de un niño perdido en la montaña que ya no ve, por la bruma dónde queda el norte, la primavera de los otros, el invierno permanente, los focos pelados de las casas, el polvo acumulado en las momias, los lagos escondidos, la miserable codicia de los recién-venidos.
El kiosco al que le va mal frente al drugstore que le va bien. Las canciones que nos quedan a mil doscientos kilómetros por hora. El jazmín que amaga y amaga, y no larga su flor. Los que pintan las paredes pidiendo algo que no le dan, los calabozos para los que pintan paredes, el sueño de un pez, sutilmente acobijado en espiral en una almeja, los pintalabios de las niñas y los juguetes. La incapacidad del atleta, la depresión de los que no le encuentran la vuelta. A los celulares, a los carros hidrantes cero ka eme. A los puchos, a los puchos, a los puchos.
La asfixia en la puna. La prohibición que lleva al encierro y al individualismo entre cuatro paredes, para que la gente juzgue al mundo por lo que ve en la televisión. La piel que se va arrugando lentamente en el espejo del baño, y este breve y maldito inventario, en este maldito invierno.