Crónicas del subsuelo: Fiesta y farsa

La chica sostenía las luces para que le dieran de frente pero no fue tarea fácil porque se movía en un estado de trance permanente y resultó imposible filmarle.

Crónicas del subsuelo: Fiesta y farsa

Por:Marcelo Padilla

 La extensión de las acciones a la ficción de verse así, moviendo las caderas frente a la pantalla, frente al vidrio de la casa de electrodomésticos en plena calle San Martín, cuando la policía hubo requisado toda la vereda, dejó perplejo al camarógrafo. La chica sostenía las luces para que le dieran de frente pero no fue tarea fácil porque se movía en un estado de trance permanente y resultó imposible filmarle. Por eso la decisión final de la dirección de cámara fue ralentizar las escenas y que el espíritu de su danza profética quedara en constante movimiento, como un gif eterno en el resplandor de la noche. No fue el único. El cuerpo en la vereda, el vidrio que separa y la pantalla dentro del local comercial. Tres veleidades para una sola toma que mostrara la fuerza humana del contoneo en estado psicofrenopático. Ido. Como en la zanja que burbujea barro gelatinoso, con "la creciente" como se decía antes. No fue el único porque con el correr de los granos de arena fueron sumándose otras personas a medida que pasaba la noche y el tiempo, que no es otra cosa que noche desatendida por los mozos de los cafecitos de por ahí. Si mirábamos hacia el cielo la tormenta era inminente pero no caía gota que salvara. La extinción en todo desierto es a grano de arena y de vez en cuando en ahogamiento por aguacero. Eran doce entonces que danzaban frenéticamente por momentos. Una coreo performática por desatención, una escena gif propia de países secos y destartalados. Reinas y Reyes esperando los melones sin comunidad artística que los audite. Es que les han olvidado en la misma calle donde quedaron de la fiesta que no fue. Y de hilachas de frazadas vistiéronse para quedar frente al vidrio del local y seguir las alternativas de una celebración que ya no es. La celebración del que se desconecta de los radares y los rúters, en el descarte de la misión polvorienta luego de los zapateos rurales.

Resultó ser la comezón lo que les hacía mover así: los piojos, las pulgas de los perros en sus cuerpos, el movimiento desesperado pero con swing que tras el vidrio y el reflejo en la pantalla parecían participar de esas historias que suponían la desacralización de monarquías pueblerinas, sin vírgenes ni sables ni indios ni inmigrantes que bajaran de los barcos. En el registro de las cámaras de seguridad pudo verse cómo se produjo el deshilvane. Si acelerabas la filmación bien podía ser un estado de electroshock a cielo abierto. Esos bailes de sueltos por ahí en la noche que se amuchaban en la vidriera como antes, para verse en la televisora por la camarita que hacía sentir al doliente que participaba de algo. Las fuerzas vivas y las fuerzas nerviosas en una cosmogonía boreal para el ataque new jipi and new nazi sin conciencia más que la iracunda. Eran doce, como en la última es-cena. Y once los traidores, porque a Judas lo hicieron sentir demás en el relato de la historia, por eso Judas terminó en el Canal Cacique Guaymallén, arrastrado por el agua sin bomberos de rescate. Las sirenas siguen sonando pero sin buscar a nadie. Es un ruido contaminante pero sobre todo amenazante de persecuciones que no están registradas en las filmaciones de la cámara del local. Después lo empleados verán que hacen, si muestran o no lo muestran. Los vi al pasar y como único testigo -al menos eso creo porque miré a los costados y atrás no había nadie- me escondí en Los Inmigrantes, pegado a la galería de enfrente donde venden oro y plata y cambian dólares para huir. Donde murió de un balazo desconocido El Loco del Palo.

Venir justo a leer "las cartas náuticas" en este desierto. A quién se le ocurre. Si por artístico pase de magia envolvente de coronación antimonárquica lo hicieron así con ese guion que no vi porque fui testigo de las comezones. Tiritando bailaban. Con los pañuelos revoleados a los cuatro vientos aunque no soplara ninguno, los once que quedaron siguieron a pura fuerza bruta ahí prendidos a la luz que brota del local, como bichitos de luz. Por la Secretaría de Turismo pasaban las pocas familias equivocadas. Oriundas de pueblos chicos del interior de la tierra que no se enteraron que la fiesta no es fiesta y que al pobre y al loco no le avisaron que del permiso de salida como triunfo de la paritaria que nadie cumplió no se registran loas en la mesa de entrada. Solo unas firmas hechas en garabato por la salida sin acompañantes de madrugada. Estoica noche seca y sin viento con armónica estridente que molestó a los residentes de los pisitos de arriba que decidieron llamar al 911 y ahí sí, ahí sí que se armó el batifondo. Once fueron a parar a la comisaría de la calle Rioja y Judas por ahí ahogándose a la altura del avión sin helicópteros ni drones que lo siguieran. Los cerros despoblados del anfiteatro. Sin incendios, ni música ni palmas. El desierto del centro hecho viña elástica para asaltar vidrieras. El centro convertido en lupanar aunque vistoso por las luces moradas que escupen agua. El turismo cianúrico. La ancestralidad drónica. Los huarpes alemanes. La sociedad mendocina de astrología y los tarotistas, que antes trataban de brujas y brujos, oficios prohibidos por asemejarse a los siete locos mesiánicos. La menta en el mojito vendimial que sin uvas sabían a playa del trópico. La fiesta y la farsa. Ojo, pero la farsa como género dramático italiano, porque aquí se la usa para el desprecio. La farsa de las convivencias políticas y de las culturales. Si al final la farsa también vino de los barcos, y en un desierto sin arena quieta, pues farsa quieta y equidistante de los doce que supieron estar ahí frente a esa triple dimensión de la vidriera.