Crónicas del subsuelo: Enanos

Crónicas del subsuelo: Enanos

Por:Marcelo Padilla

(0) con la alevosía de una ola que aparece fantasmal. Con lo que implica que aparezca fantasmal. A lo que designa con tal implicancia. Cuando nadie espera lo que otro sabe irá suceder. Habiendo pasado unos días hermosos y de puta madre. En un sitio paradisíaco. Unos paseantes divagan... Y caminan distraídos por la costa. Y la ola cumple el mal augurio. Y se los lleva con una fuerza inusitada. Estallándolos de un latigazo y despanzurrándolos de golpe contra unas rocas. Brotados y a los tiritones por la sangre. Diseminados, entre los peñascos. De cualquiera manera, el destino quiso. Tan solo un hombre. Entre los distraídos en la costa. Se salve de milagro uno solo. Revolotean los caranchos la zona de esas muertes. Hay hedor a difunto. Lo que pudo ser buena noticia por aquella protección, al hombre se le transformó en una condena de cadalso. Acaso, las consecuencias de aquel shock. Acaso, fingió esa inobjetable demencia para sobrevivir, y llegar a este zodiacal desvarío a causa y secuela de reacción. Como si la demencia fuera su propósito y no una consecuencia de aquel shock, este hombre, del cual no sabemos mucho más de lo que aquí se narra, se destacaría después de su absurda muerte en la literatura universal. Es alevoso el tipo del cual hablamos nunca haya imaginado, lo que cualquiera supondría en estos casos: que desde chico y por influencias de su abuela, su primer cuento escribió a los 8 años... Y que etc y etc. Pero no. Estamos ante un caso particularmente exótico y anómalo. Un tipo de normal aspecto nomás va caminando por la costa y distraído. Junto a otros distraídos a él la ola no se lo lleva puesto. Se los lleva puestos a los demás. Pero él ve todo lo que ocurre con sus compañeros distraídos. Quedaron desmembrados en las piedras. Una cabeza por allá y una pierna por acá, más allá un brazo, dando tiritones, y una mano solitaria, con un pomo de carnaval apretado por una mano inerte y dura. Dos cabecitas ciegas en un charquito, y tras un hueco entre dos piedrotas, escondidas están las ciegas. Los helicópteros dan vueltas por la zona de la catástrofe. Nunca bajan. Tres turistas intentan juntar las piezas de esos cuerpos, armando el rompecabezas de las personas con miembros no correspondientes a su anatomía. Resultó imposible reconocer quién era totalmente cuál. Estaban despedazados. El funeral más que económico fue eficaz. Los metieron en un pozo que se haría séptico, y los taparon. Y arriba pusieron una estatua de un pez. Con un bando que decía: "aquí se los llevó puestos la ola". Y en las rocas clavaron una cruz altísima y dada vuelta, de color negro. Le colgaron un cartelito que decía: "aquí se desmenuzaron en mil pedazos". El municipio pediría una colaboración al entrar, "lo que pueda lo que tenga en el bolsillo para depositar aquí, en éste tacho de lata". El tacho decía: propina, y lo trajeron de un balneario de cuarta, de a diez metros del puerto. Quien se salvó de milagro quedaría recluido en una vieja casona frente al mar, y por muchos años. Solo y shockeado. Cobrando una pensión miserable miraba y miraba el mar. Miraba y miraba y silbaba y silbaba el mar, y él le silbaba contestándole, y mirándolo dos veces sin sacarle la vista le silbaba de nuevo. Y con el tiempo se fue ordenando en sus silbidos y miradas. Sus principiantes días sin timón lo dejaron errante en ese sitio. Mirar el mar a cualquiera lo marea. A cualquiera, en su quehacer cotidiano, luego de contemplar el piélago, lo desintegra, y este hombre desintegrado ya, no tendría brújula.

Entonces:

(1) a los lunes dedicó sus escritos pornográficos. Dada su afición a la escritura, y quizá para olvidarlo todo, dividió la semana por tema y de a siete. Al primero de los lunes se entregó desde temprano y hasta caída la tarde, a sus escandalosas narrativas. Mejor no esté uno en ese momento de la redacción. No quieran saber. No le pregunten a nadie por el tipo que inventó treinta nuevas poses. Ni el Kamasutra podría igualarlas si las mostrara. Dada su escasísima experiencia en la pornografía, este hombre, apelaría a lo consabido. El salto del tigre, y desde el placar, un persaltum en movimiento aéreo y constante, haciendo un bucle con su cuerpo al menos por treinta segundos en el aire. Hasta caer de parado en su cama. Lo que se dice todo un atleta. Como lo hiciera William Turner llevando al extremo sus experimentos. El inglés atado a los mástiles de los barcos, como aquí nuestro hombre, sintió en cuerpo y alma a la aciaga tormenta, y de a chicotazos el agua le dio chirlos en su cara. Y pintó en Venecia y a la orilla del mar, óleos melancólicos y traumáticos. De barcos devorados por las olas. Este señor del que hablamos, el nuestro, hizo lo mismo que el pintor inglés con la pornografía, y se tomó al pie de la letra el método, al punto que su grafía se hizo porno estilística.

(2) imaginemos ahora a este señor los martes. Cuando decidió que fueran consagrados por entero a un interés particular que tuvo de muy joven. Se trata de los rituales egipcios y especialmente del mes de ramadán. Ese ayuno de día lo tuvo cautivo. Y destacó en sus dichos, no habría ritual más justo que el ayunar un mes por empatía con el mendigo y el hambriento. No solo de ayunar trata el mes de ramadán, dado que pune, el penetrar y ser penetrado como así también el lamer y el ser succionado durante el día. En ese mes y ya en la noche, todo estaría permitido. Esperar la noche es condición de toda creencia y fe para el buen samaritano. Y así fue que leyó el Corán por treinta martes consecutivos, todos los malditos martes un capítulo diferente de ese libro hierático. El Corán empezó a regular el ciclo de su narrativa pornográfica, su estilo consagrado, por lo que se propuso fueran treinta los días de trabajo por cada día de la semana, contado, a partir del primer lunes pornográfico. Se fanatizó con el islam y durante el ramadán se hizo mahomista, más que el propio Mahoma. Esos martes, y antes el sol asomara, el hombre engullía y tomaba pócimas. Sanguchitos y chocolates. Todos los gustos se dio para cumplir con el ayuno. Y en las noches fue a una bacanal. En una orgía de doce a tres de la madrugada, y en una de las tantas mezquitas abandonadas a su feligresía traviesa, nuestro hombre, hundiría su cuerpo en el deseo, y se fundiría con el deseo de otros. Al Corán lo tuvo en la mesita de luz, y bajo un estado de absoluta paz y silencio, cada martes, leyó uno de sus capítulos. La panza le retorcía sus intestinos por el hambre acumulado, pero también por el atracón de la última cena sintióse mal. Era un extremista por naturaleza.

(3) los miércoles a full con los deportes. A todo tipo de ellos; y a sus eventos y espectáculos. Escupió cada recuerdo. Atesoraba mil y una noches en partidos de fútbol, sea jugando o mirando, y peleas en las épocas doradas del boxeo nacional, sea jugando o mirando, más el tenis que supo tener empuje por hombres y mujeres que lograron medallas internacionales, sea jugando o mirando. Ese deporte tuvo lugar en su escritura. La fórmula 1 de los domingos por la mañana, el jockey sobre patines y la selección de vóley, todos estos deportes, mirando. Volvería a visitar los viejos campitos donde jugó de niño para sustanciarse con el tema, y sentir la tierra y el polvo en su respiración cuando los remolinos asedian su viejo barrio. Sacó a pelear a gente desconocida y le mostró sus guantes, y sus protectores bucales. -"Hacéme de sparring", le dijo a un vecino. Quien no lo reconoció y terminó denunciándolo en la comisaría. No pasó a mayor tal contravención. La taquería se hizo presente. Y este hombre, les explicó, su ambicioso proyecto de escritura. Los polizontes pensaron se trataba de un loquito, mientras él, pensaba se trataba del cieguito. Anteojos negros usaban los seis botones. Y entonces los cobanis le recomendaron un médico, pero antes le pidieron se sacara los guantes de boxear. Le pasaron un papelito para que firmase al final de un formulario el aviso de visita. En fin. Firmaría, siempre firmaría. Y a los yutas les dijo "para mí son autógrafos, es un gusto".

(4) a los jueves se los dejó exclusivamente para novelar. Entre las artes de la escritura, pensó al novelar un arte menor. Caído en desuso, vergonzante para la gran literatura. Y se propuso novelar durante treinta jueves consecutivos las miserias de su vida junto a las miserias de la filosofía de los otros. Y novelando y novelando llegaría el día. Ese hombre, tendría antes sus ojos, una real patraña novelada por él mismo. Una novela hermosa, ancha y alta. De ojos negros y piel canela. La novela por su capilaridad estaría ambientada en la Grecia antigua, sin mucho dato corroborado a esa Grecia la ubicó en unos confines que nada tienen que ver con Grecia. Una estatua de Carlomagno montada por fariseos, desubicada del paisaje, no decía era Grecia ese lugar, pero para el autor sí lo era, y andá ahora a discutirle si era o no era Grecia. Lo único que sabemos es que a la escultura de Carlomagno la montaron unos viejos fariseos. De los más ortodoxos, y de los que dudaron de Jesús, el profeta. Siglos después y de las entrañas del nuevo testamento los fariseos volverían a cantar sus salmos. No juzgaremos aquí si eso era sinónimo de justicia o de injusticia.

(5) todos los viernes me enamoro cantaba Robert Smith cuando cantó. Y a él, Robert Smith, le gustaba mucho desde jovencito. Entonces, como un mandamiento darky, los treinta viernes consecutivos se enamoró de treinta personas diferentes. Y a cada una de ellas le escribió una carta diferente. El epistolario de treinta cartas a treinta personas diferentes estaba conformado por epístolas de ida. Es decir, sin respuesta. Ilusiones que inventó para los viernes gozar de vivencias ligadas al corazón. A su enamoramiento de los viernes este hombre llevó a sus cartas, y en las cartas, las situaciones serían absolutamente distintas. Con alguien iría siempre al cine y solo al cine, y después en una pizzería conversarían de la película que vieron, sin decir una palabra de lo que vendría luego, la coronación de la noche, en una cama ataviada con tules de seda.

(6) a los sábados les destinó la soledad y el mero estar en su refugio. Al recogimiento espiritual se entregó desde el albanecer y hasta entrado el mediodía. Luego, descansó en una hamaca paraguaya para recuperar fuerzas por la tarde. Pocas son las actividades recreativas que este hombre realizó los sábados. Sin embargo, embalado por los lunes y por la noche de los viernes, se manoteaba el ganso por el ardor del deseo, dejando la biblia abierta en las epístolas que fueran. La epístola a los tadeos, y la epístola a los sinflecos, fueron de su devoción, aunque el evangelio según San Mateo lo dejaría pensando en maldiciones y tragedias. Se trepó a una rama de aguaribay y en ella, con sus brazos subiendo y bajando, luego de cinco series de treinta, haría una respiración profunda. En fuelle, y otras respiraciones que la técnica indica y él conocía sobremanera, de cuando estuvo un tiempo internado con los Hare Krishna. Cuestión que él terminaba con el cuerpo destrozado por la actividad física. Lo cual lo llevó a infrecuentar tales movimientos, sintiendo una depresión en su cuerpo y en su ánimo. Solo a veces lo intentaría de nuevo, pero ya en la alta noche, caería, luego de picotear algo de su heladera, de cabeza, en su cama. Muerto de cansancio y agotado de sabiduría.

(7) y los domingos a ir a misa de doce. Orar por la tarde y meditar en la noche, antes de acostarse. Nada para destacar los domingos. Una apoplejía de cierto descanso. Una nada los domingos. Una baba que regurgita la condena. Los domingos en familia evocó y en el evocar vomitó y en el vomitar se agotó... Y así. Hasta el domingo muriera. No obstante, la noche del domingo lo haría volver a su gracia. Y recompuesto de lo descompuesto se durmió esperando su lunes pornográfico.

(8) de las que me filtra la memoria, recuerdo una de las tantas historias que escribió este hombre. Y aviso que la historia es tremenda.

Y dice así:

(9) un grupo de enanos viven como duques y están comiendo un asado, un domingo al medio día. En un club sin nombre, porque al cartel que lo dice, se lo había llevado un viento fulero. Dijeron que hacía mucho no se veían. Como en otros tiempos. Con frecuencia. Entonces, para celebrar el grimorio del reencuentro, acordaron llevar una damajuana por cabeza. A la carne la llevaría un enano apodado el costeleta, quien aprontado y diligente dijo tener una carnicería en su casa. -"Yo pongo la nerca y los embutidos", se le escuchó en su voz. "Que otro lleve leña". Cada uno y por su lado estuvo ansioso por el reencuentro. Y el día llegó y cayó un domingo.

(10) cada uno y por su lado. A la misma hora y en punto. Como si fueran de una secta. Se reunieron en un círculo y se miraron. Se reconocieron y se emocionaron. A uno se le cayó un lagrimón y a otro lo que nunca. Arrancó con los abrazos y luego de saludarles efusivamente, descorchó la primera damajuana. Eran siete los enanos. Y de ellos la cuenta daba tres mujeres y cuatro enanos machos. La mayoría trabajaba en la construcción. Excepto el enano de la carnicería. De los demás se dice levantaron edificios inteligentes y laboraron de albañiles para una empresa china. Ganaron muchísima guita en dólares.

(11) vivían en Nordelta. Tenían carpinchos en la casa; y por cuchicheos, se dijo tendrían focas escondidas en los baños y en las duchas, para que no se les sequen y se les mueran. Pobrecitas las focas. Excéntricos ellos, bonitos. Enanos y enanas en una vida de solteros y lejísimos de la moral y en vida licenciosa. En pedo por la primera abrieron la segunda damajuana. Y sacaron los primeros choris. Y en la parrilla ardida dejaron un costillar más grande que cualquiera de aquellas personas diminutas. A lo lejos parecía un grupo de niños jugando alrededor del fuego. De lejos, era una maravilla verles. De cerca, un espanto. El famoso "falso asado del enano" se dijo en sorna. El costillar no se tocó. De tanto escabio y mandanga que una de las enanas supo proveer, perdieron hambre por unas horas. Pusieron cumbia al palo y bailaron hasta el albanecer. Manotearon cada tanto el costillar. El bagre les picó de madrugada.

(12) mejor es pensar a toda la humanidad desaparecida en este relato. Para no juzgar de aquí en más la moral del mismo. Simplemente, no la tiene. Y nos alivia sobremanera la ausencia de referencias a las cosas cotidianas en este relatar. Y espero sepan entender aquellos de la moral del presente. Estamos hablando no del tiempo en que vivimos, sino de otro, y por fuera del que acostumbramos a transitar cada día. Es un cuento sin más. Tampoco estoy para tantas aclaraciones. Solo por respeto uno escribe lo que escribe, pero no por ello uno deja de escribir lo que se le pasa por la cabeza, así sea el horror más escabroso, la escritura, nunca tiene límites, y menos autocensuras, si de aspirar al arte se trata.

(13) entonces, y retomando. Los enanos. Dos puntos. Sin saberlo fueron los últimos humanos en el mundo. Se supone alguien decidió plantarlos como evidencia. Nada de científicos. A quién se le ocurrió ahora no se le pueda reclamar a nadie. Como si una empresa que deja testimonios y se ríe y se va invisible por la noche y por arriba de los tapiales. Trepando el fondo de las casas. "Porqué no dejaron a otros", podría pensarse, cuestionando tal decisión... Pero bueno. La cosa es que se le entrega el cuento resuelto al lector, pero no masticado. El cuento de los enanos es un cuento chino y barato, y bonito. No podemos someter a debate este relato. Es un cuento para niños inocentes y no para cabezas aviesas en la especulación.

(14) cada tanto la cámara los enfoca y les hace un zoom en la facha a cada uno. La imagen se distorsiona. La gente está en las casas. Demacrada. En los sillones aristocráticos y en las villas de emergencia, el impacto de lo que están viendo en vivo y en directo, es tremendo. Unos quieren transformar la realidad pero no pueden levantarse. Están inválidos. Anémicos.

(15) - ¿para qué querés cambiar la realidad?, le pregunta uno a otro.

-¡Mejor cambiá de canal!

-¡Esos enanos no me gustan!, se dijo.

-Poné algo que nos duerma.

-O poné a un cura que nos rece, se escuchó replicar.

-¡Esto es un suplicio!, vociferó una señora mayor.

-Esos enanos son un asco, y se nos ríen en la cara ¡Dónde quedaron los valores!, gritó un viejo sucio, con la cara colorada a punto de explotar.

Algunos se quejaban por lo que veían en la televisión, pero la mayoría estaba exhausta de vivir, y vivía sin querer vivir y ya pedía la muerte directa:

-"Eutanasia" dijeron a coro, con la voz entrecortada y desgajada de melancolía.

-Nos están matando lentamente, levantó la voz la solterona a punto de jubilarse.

-Aquí hay gente que necesita su medicación diaria y hace ya más de dos meses que no la recibe". Se escuchó, en la oscuridad del moridero.

-¿Los enanos están implosionando?, preguntó un niño con vehemencia, perdido de sus padres.

-La abstinencia maldita llegó para quedarse, y se entiende, dijeron los más modestos, rasqueteando tarjetas de crédito, lamiéndolas.

-Nos ponen a esos enanos en la pantalla para que la pasemos mejor, alguien susurró.

-¡Es que ya no podemos ni reír!

-¡Y con estas desgracias!

-Dónde se ha visto gasten tanta plata en un programa de televisión habiendo necesidades inmediatas como gasas y algodón, o alcohol de quemar o agua oxigenada.

-Aquí hay viejas con los ruleros puestos esperando llegue su santo. Celebrar su último cumpleaños. Las enfermeras tienen la torta lista con la vela ¡y encendida!, cantaron los piadosos.

-Habráse visto, che. Dijo una vieja sentada en un sillón, tomando mate.

(16) de golpe y porrazo el silencio cortó `por lo sano esa atmósfera, y todos callaron su voz. Una enana sin dientes y pasada de tinto le habló a la cámara y con celo, les dijo, a los del otro lado de la pantalla, que los siete enanos, irían por ellos. Que por designarlos últimos en la extinción, se la cobrarían con algo y con alguien. Había calentura entre los enanos. Enterados objeto de un chasco para entretener a la gente en sus camas, no les pareció justo y mucho menos agradable tal exposición burlesca y sardónica.

-¿No es tremendo lo que nos pasa? -¡Quiero vengarme y asar caniches a la parrilla!, dijo, la enana mirando a la única cámara que la tomaba.

El silencio hizo lo suyo. La única que le habló al mundo fue esa maldita enana con sus rastas embarradas. La joda fue una tremenda enfiestada sin igual. Era la última, y ellos los últimos en ella. Y lo vivieron con desesperación cuando les vino la resaca de la última noche. Y en la madrugada ya tiritaron por el bajón. Alfajores no vendían por ningún lado. Se comieron un tarro de cinco kilos de dulce de leche a cucharadas. Los enanos, finalmente, fueron cayendo, de a uno, por uno. En un colchón de cuatro plazas, y todos amontonados y enrollados durmieron, los siete, la dulce mona. Hasta que aclaró el día. Sin embargo, despertaron a la noche siguiente, y notaron afuera de la casona traqueteaban caballos alazanes, con unos gauchos arreándolos a chicotazos y a los gritos.

El tiempo había retrocedido a la colonia. Y los enanos sitos en la paranoia. -"Nos vinieron a buscar ¡arriba, arriba!" gritó el de la carnicería".

Se levantaron con modorra. Afuera llovía a cántaros. Al tiempo, ardieron las pocas casas que le dieron a ese pueblo el carácter de villorrio, y cierta elegancia por la cerrazón y las barreras que impidieron entrara gente, cómo decirlo, que no le caía en gracia a otras gentes, por miles de motivos raciales y culturales, que no son de la incumbencia en este relato. El club sin nombre está impecable. Las foquitas en la pileta de los niños son felices. En la grande, los demás bichos, nadan de un lado para otro a su antojo, también se decreta la felicidad en esa pileta.

Los siete enanos iban por las estepas y a lo lejos silbaba y silbaba el mar, y silbaba y silbaba el mar, y solamente silababa y silbaba el mar.