Crónicas del subsuelo: El niño santo
No sabíamos cómo se llamaba. No sabíamos cuántos años tenía. No sabíamos: nada de nada de ese niño. Sentado en cuclillas lo encontramos en el escalón de la puerta del edificio. Estaba allí: mañana, tarde y noche; como si ese escalón constituyera para él su plinto para inmacularse, más el porche, refugio de protección cósmica en los inviernos y las lluvias. Podía entenderse, entonces, se trataba de un niño de arte, de un niño tótem.
Oscuro como el diablo. De piel satén aceitunada con un subidón de tonos ocre en los mofletes de su cara, ojos verdes; verdes como el mar se pone verde. Verde que te quiero negro. Le calculamos 11, sin embargo nos enteramos luego por su boca tenía 10 y se llamaba Kevin, pero, nosotros, le decíamos estropajo, el estropajo, le quedó. Estropajo en su demoníaca estampa se caracterizaba por su no pedir y por su no recibir. Bicho raro, extraño, por momentos incomprensible en sus estares de quietud sobre el plinto en la puerta del edificio.
Adempero lo convencimos una noche subiera al piso 14 donde por entonces vivíamos en tribu. Le servimos un plato de guiso caliente y se lo devoró. Luego le compramos refresco y se lo tomó como si viniera de correr la maratón del Sahara de punta a punta desde Marruecos hasta Egipto. Se relajó luego de calmar la sed y el hambre, le dio sueño, lo acostamos en un sillón y tapamos con mantas gruesas y anchas. Estropajo dormía y un aura le daba aires de niño santo.
Laika, Marky, Tinder y Krakovich eran mis compañeros de terruño, nos vinimos a conocer en tierras lejanas. Todos éramos extranjeros y no sabíamos bien si esto de llevar a un niño de la calle a nuestro departamento nos ocasionaría problemas. Como buenos extranjeros nos dimos tiempo para pensarlo. El acariñamiento que el niño fue incorporando hacia nosotros se hizo orgánico. De una simple acción humanitaria, de una reacción de shock solidaria, ¡por pavor quizá!, de ver día tras día un niño sentado en la puerta de nuestro edificio, solo, de pronto, nos encontraríamos con un niño de la calle viviendo con nosotros en la tribu.
Marky pensaba en su escolaridad. Llevarlo todos los días al Instituto de Inferioridades que abría sus puertas a las 7 de la mañana; allí haría sus tareas, almorzaría, tendría su espacio para la recreación deportiva, luego de la clase de idiomas, el propio Marky lo buscaría por la tarde, en el ocaso, le preguntaría cómo le había ido, le daría un abrazo y lo llevaría hasta el departamento para que almorzara un plato de guiso caliente y tomara refresco; se tirara a dormir una santa y merecida siesta de niño de la calle.
No obstante Marky, pensaría también, en sus merecidas vacaciones, las vacaciones de un niño de la calle; y en los piélagos de aquellas lejanías lo llevaría a conocer el mar, las ominosas rocas en la noche del puerto, y viera el propio Marky reflejar en sus ojos verdes el verde del mar, que fue ficticio y sería alucinación real para el gurí al apreciar el salto de los delfines rosados, a los pies de la bahía, frente a su callejera pose.
Para Marky, imaginarán a esta altura, él era el padre de la calle de un niño de la calle; y así fue que montó una metafísica poco convencional para el humano promedio. Ver a un niño de la calle, transmutar a padre de la calle, a madre de la calle, tan solo por ver a un niño de la calle; los niños de la calle, entonces tendrían: padres y madres de la calle.
Para Marky se hizo dogma oriental, mantra repetitivo, peán y frontispicio de un delirio místico avecinado, celestial. Porque Marky creyó tener delante suyo más a un niño santo que un niño de la calle.
Laika por su parte se ocupaba de las ropas y del aseo de sus mudas, del perfume del sillón donde dormía la siesta estropajo. Laika se ocupaba todo el día: el departamento estuviera en orden, humearan las cáscaras de naranja sobre el calefactor inundando el ambiente en un odorama amnésico para cuando llegara estropajo a la hora del almuerzo él sintiera una fragancia diferente a la sentina de la calle.
Laika estaba en esos detalles. Laika no tuvo hijos ni nunca tuvo perros. Marky sí, tuvo dos perros: se les murieron envenenados con raticida por un accidente doméstico, doble homicidio dijo Marky declarando ante la policía de su país natal.
Cuestión que Laika y Marky, se imaginarán. Ellos hacían sus cosas como un matrimonio laico y pospolaco. Funcionaban (jugaban) en matrimonio que tenían a un niño estropajo a su cargo. No dormían juntos, ni mucho menos constituyeron matrimonio fijo. Eran así, como es la gente inexplicablemente pospolaca cuando es así; no todo tiene que tener una explicación. La mayoría de las cosas, los elementos de la naturaleza, el sentir a través de las velas ardiendo a los pies de las vírgenes cotidianas, ¡de nuestros santos privados!, esquizofrénicos por la mística. También ellos, vagabundos errantes por las hecatombes.
¡Estábamos de la mística!
Tinder, sí, claro, Tinder era un poco indiferente, solidario, más no parecía su cara sentir tan siquiera una mueca de desasosiego, mucho menos de gracia al ver a ese niño, nuestro niño ya, durmiendo en el sillón y levantarse a leer nuestros libros en nuestro idioma. Se suponía el niño de la calle era un niño de la calle; -por cierto lo era-, pero en este caso dotado de poderes especiales, de comprensión y entendimiento bajo una sabiduría de indescifrable silencio.
Debatimos que en la India los niños así, estropajos, saben tener conductas similares y cofrádicas, adústicas, inmaculares, estadísticamente más aviesas a los encantamientos que a los cuidados intensivos de una comunidad. Tal vez no era la ausencia de algo, ni de familia lo que padecía el niño. Si bien no estábamos del todo seguros, si bien nos dejábamos llevar por la nueva cotidianeidad, no deponía nuestro asombro cada mañana al levantarnos ver a ese niño que estuvo en la puerta de nuestro edificio convivir en nuestra tribu, en el departamento de un piso 14. Extremadamente alto, cementeramente opaco.
Tuvimos discusiones legales entre los de la tribu. Nos preguntábamos qué pasaría si estropajo tuviera una familia, qué pasaría si algún día estropajo saliera del departamento para no volver jamás.
¿Pondríamos la denuncia? ¿Y por qué no ponemos la denuncia ahora que sabemos que el niño esta acá, cuidado por nosotros, y no perdido?
Nos ahorraríamos ansiedades y angustias. Sería lo adecuado y, seguramente, por haberlo delatado nos felicitarían y harían notas en los diarios y en los canales de televisión con la presencia viva de estropajo. Venderíamos notas (entrevistas) con el niño santo llorando, nos pagarían fortunas teniendo en cuenta la necesidad de llanto de los medios, propinando el shock a la feligresía local, a sus nativos, que se les ablandara el corazón. Y de ahí nos pagarían por las tapas en periódicos y canales nacionales para que un país entero, unido en solo puño, dijera ¡oh, es un niño santo, no es niño de la calle!
Estropajo en la televisión en un programa de chimentos. Estropajo vestido de frac negro con los ojos verdes cautivando audiencias infinitas, adormeciendo de asombro con sus números indoamericanos, monologando hebras de lenguajes y dialectos por su boca. Nos preguntábamos muchas cosas e imaginábamos muchas más por el solo hecho de habernos dado cuenta de lo delicado del asunto.
Estropajo -si bien de la calle, también de familia- jamás la nombraría: viven lejos, dijo una vez cortante, en clara señal de no querer hablar del tema. Nosotros como buenos extranjeros lo respetamos, nunca le preguntamos nada de su familia, si tenía hermanos, si tenía hermanas, si tenía madre, si tenía padre, si tenía abuelos, si tenía tíos, si tenía tías, si tenía algo o alguien de donde agarrarse. No le preguntamos nada para no incomodarlo, no se persiguiera, no pensara que lo íbamos a delatar con su familia o a la policía, no pensara que todo fue un desengaño. No sospechara tan siquiera de nuestro fiel y honesto amor por el niño santo, el niño plagio.
Supimos el niño andaba deambulando hacía años, no sabemos cuántos ni supieron decirnos dónde, solo eso, que deambulaba hacía años por las inmundas calles de la ciudad y por los aros de circunvalación de las rutas nacionales, caminando a lo niño, a lo niño de la orden de Schowb hacia el santo sepulcro.
De noche, bordeando los canales y subiendo por los árboles, cortando camino por sus ramas, asomándose luego a la loma divisando la ciudad de Oz, la maldita ciudad dorada, estropajo recibiría allí sus mensajes que luego traería hasta sus plintos. Llegaría en un suave vuelo rasante por la ciudad a posar en la puerta del edificio, a mantrear sus ascuas, a sembrar misterio.
Muchos lo tomaron como una maldición, una de las 7 plagas, un anuncio, de algo catastrófico por venir. De las autoridades no se supo nada, no supieron qué decir respecto de la aparición fantasmal de un niño de la calle convertido en niño santo. Ni la iglesia ni el prior, ni el líder laico ni la casta, ni la poesía ni la literatura, ni la escuela ni los otros niños; pero sí los gatos, pero sí los perros olfateando la tierra en la oronda noche, pero sí los caballos en su malestar de madrugada, pero sí los chanchos bramando a las cuatro de mañana.
Los que sí y los que no, ¡toda la comunidad!, las familias de la comunidad sabían de la existencia de estropajo, del niño de la calle, del niño santo.
Krakovich se encargaba de la técnica de los espectáculos. Había trabajado de extra, de estatua extra en una obra de teatro extra en la pospolonia luego de la Guerra. Como todo pospolaco cabezota dura tuvo que aprender errando. En las tres funciones en las que trabajó en pospolonia, su vieja pospolonia, se incendiaron los tres teatros, las llamas treparon a las cúpulas de las basílicas pospolacas lindantes, entonces Krakovich terminó preso; luego escapó una noche de fuga con otros de su condición: pospolacos haciendo un túnel subterráneo con cucharitas tupamaras.
Krakovich estaba en pospolonia, y no sabía, ni mucho menos imaginaba terminar en esta zona austral viviendo con otros extranjeros mudados de otras hecatombes. Y mucho menos ser el nuevo manager técnico de los espectáculos de estropajo, de los cuales, por las buenas recaudaciones, nos hicimos millonarios ¡Súper millonarios!
"Viene arrastrándose el niño de la calle, viene arrastrándose el niño santo, le tiran flores de los costados del escenario, todo armado para el niño de la calle ¡y más para el niño santo! serpentea el niño santo, como una víbora se menea por entre las piernas de los espectadores. Niño pica, niño santo de la calle, con ira y rabia los pies de los espectadores ¡envenena niño santo a los parientes de todos los presentes! Es una víbora niño santo, y el pavor cunde en el entretenimiento de los asientos; todos quieren matar a los palos al niño santo, hecho víbora el niño de la calle; las flores siguen cayendo desde los costados del escenario y la gente sale despavorida aplaudiendo hacia la oscura calle".
Krakovich deja todo su actuar a la deriva, deja a niño santo exprese su arte, deja a niño de la calle picotee a los presentes, y así, niño santo, niño de la calle, contagia. Enferma y postra a quienes no lo hayan tan siquiera mirado, a quienes solo han pagado, a quienes ven en un espectáculo a un niño santo transmutar a víbora. Lo denuncian, lo apalean, se lo cogen en los calabozos, lo destripan los agentes de la guardia nocturna con sus cachiporras. Todos los policías se hacen chupar la pija por el niño santo ¡violan al niño de la calle! lo embarazan de asco.
Laika no está del todo conforme con Krakovich. Laika y Marky lo han hablado a solas en su imaginario matrimonio. Ellos dijeron: no queremos violen más a niño santo, nuestro niño de la calle, nuestro estropajo. Se lo dijeron entre ellos, se miraron fijo, le ardieron chispas de los ojos a Laika, y Marky fue hasta la habitación de Krakovich a plantearle la no conveniencia de tener a un niño santo en los escenarios y en los espectáculos.
No podemos exponerlo más a que se la pongan por las noches. Que no se la ponga nadie más, que ya ha tenido bastante. Nosotros le ponemos mantas, le ponemos perfume a sus trapos, estropajo con nosotros no necesita de los espectáculos para ser millonario, ni nosotros ser millonarios a través de un niño de la calle, y más si el niño es un niño santo. No se hace eso con un niño santo, ni con un niño de la calle, cuestión que no va más a los espectáculos, le dijeron luego en tono subido tirando a grito, a Krakovich se lo dijeron en la cara, ¡en la cara de Krakovich! para que su propio Krakovich interno entendiera lo que estaba haciendo con el niño santo.
"Que ésto llegó hasta acá, Laika", dijo Marky, "que si Krakovich quiere hacer espectáculos con niños de la calle, que se busque a otro, a otro niño santo, a otro niño de arte".
Krakovich entendió y se deprimió tanto. Pasó una semana sin salir de su habitación, lloraba por los espectáculos, lloraba, por su niño santo.
La recaudación de los espectáculos de niño santo a un fondo común cuando sea grande, y niño santo tuviera, unos morlacos para sus desfiles yertos, y las celebraciones de los niños incluyeran, a niño estropajo, niño de la calle que embutas los cables de electrocución de la ciudad, toda hecha de niños santos en plintos de niños de arte.
La calle de las santerías tendría en un tiempo menos al niño santo y por un tiempo más al niño de la calle, hecho niño estropajo, niño de arte. Ni beatificado ni ponderado por nadie, en el núcleo de la tierra desconocida, la nueva raza de niños de la calle pare a un mesías niño santo.
En la calle y en las calles, entre las calles, se concebirían miles de miles de niños estropajos, que en los plintos para inmacularse se convertirían en niños santos. La ciudad desbocada de tanto niño, de tanto niño de la calle y de tanto niño santo. No venir de ningún lado e ir hacia otro ningún lado era costumbre de los niños de la calle y de los niños de arte.
Cuestión que de tanto niño arte y niño de la calle, estropajo desapareció una vez, ¡sin decir basta! No dijo nada. Niño bestia y niño arte, en el jardín de las estatuas de niños de la calle; galerías, esperpénticos bestiarios, centenal de imágenes multiplicadas en repitencia estólida del niño de la calle, efigies y gárgolas, piringundines de sadomasoquismo llenos, plagados de niños santos, de niños que ya eran grandes, de niños que ya eran de arte.