Se trata de un hombre de mediana estatura. Por sus rasgos y las formas de mover las manos, y más aun al hablar, es tal cual un italiano. No lo dice solo quien lo escribe. Las personas que lo vieron y hablaron con él dijeron estar seguras. Aun el eco lo repite: "ahí va el italiano ano, ano". Al lector de estos escritos se le pregunta y responde al mismo tiempo: si aparcó con intención de encontrar relevación de algún misterio, entró por mal camino. Puede hacer marcha atrás y volverse a otro escrito si quisiera. Pero deberá tener en cuenta que para salir hay que pagar, como en la vida, cierto precio.
Se entiende. Dada su condición forastera haya equivocádose por la sinistra. No haya reparado en los carteles que lo advierten. A la zona oscura ha venido entonces. Más no me le merme pues será recibido con los brazos abiertos. A ver si se me entiende. De aquí en adelante, esto, es una conversación más. Y avispado ya de estas cuitas se le anuncia, será su cófrade un coronel o un visir, y siempre una dama de compañía si prefiere lo escoltará. A la lectora desprevenida le tenemos reservada una especial sorpresa. Será un Damo de compañía con erupciones en la piel quien se le acerque, ronco. Que ladra y es castrati. Y le hemos de llamar de aquí en más con el mote de Kodamo. Ha de recibirse al lector desprevenido con mucha pompa no solo fúnebre. Y en su vitriólico esquivar intentaremos se distraiga. Se aleje de su situación particular. Por más perturbadora sea en la que este se halle, ahora tiene ante sus ojos, la gran oportunidad para saltar de su balcón.
Al menos unos minutos suspenda la mente. Se le comunica para su tranquilidad que lo que padece podrá trocarlo. Y elegir entre un listado de perturbaciones la que más le guste padecer. En este escrito se intentará crear con él y con quienes deseen sin más participar de este jueguito, y para perder el tiempo, su valioso tiempo de lector. Sígame... que lo que lee fue tecleado por alguien desconocido. Usted se hará cargo de las consecuencias del intercambio. No maneja sus estribos el amanuense. Al olmo no se le pide peras. Como al gusano, no se le pide se convierta en un ciempiés de buenas a primeras. Va todo calmadito por el vaso. Ya no le tiembla el pulso como antes. A menos que se de vuelta no le caerá el agua.
Se le dará una sincera bienvenida al lector. Y ahora sí me animo a desplegar el entusiasmo de amanuense. Resuelto el entuerto escritural antedicho, sepa entender el lector que quien escribe nunca sabe quien lo lee, y que ese es, el misterio de la primera relación. Dos personas se comunican. Sin tocarse ni saberse y nadie advierte que son dos personas en pugna, ignorante una de la otra. Todas las derivas de sus vidas y que por difuntas situaciones resumiremos con la frase "goce de desdichas compartidas", a partir de ahora, son causa común en este pacto. Al lector se le invita entrar a túneles indescifrables de una selva vertical. Y un escribiente le hará de guía y una dama de negro y lívida, con piel de porcelana, le susurrará al oído dos posibilidades de salir de su propio laberinto. La idea es acompañar a quien por curiosidad y huidor de su propia desdicha se le anime a lo largo y a lo ancho. Y no se angustie por lo desproporcionado de una historia semejante.
Quien se lo comunica es un alguien cualquiera forjado en la misma indagación. Y que al escribir esta historia, la icónica imagen de una carta enrollada en una botella, que de un mar a otro se menea, hasta que: vaya coincidencia. Se hunde en la arena de la costa indicada. Ha bajado notablemente la marea, y aparece. Mejor dicho: re aparece su mito fantasmal, desde el fondo de los tiempos, y repite las frases: "Veo una vaca y lloro". "La vaca dos puntos suspensivos". "Empezó la hora de la literatura". "Saquen una hoja y piensen en la más delirante historia que recuerden haber vivido cuando niños". "Tal vez algún tío o un bufón de pariente, haya asestado con su obra teatral el despierte de la imaginación". "Marcelino pan y vino perdió un jarro en el camino. "Pobre jarro pobre vino". "Pobre pobre Marcelino". Lo recitó un tal Valeriano Casas en las siestas de un pueblo lastimero y lleno de zonda. Valenciano era ese viejo. Con la pierna amputada conversó con los duendes. Mire vean el ejemplo...
Ahora puede el lector sentir la ausencia momentánea. Del miedo y del estupor. A perder las cosas propias nadie ha venido queriendo. Y por la estúpida revelación susodicha, mucho menos. Menos que menos. De las situaciones ingratas vividas se olvidaría. Y guay si de alcanzar meta propia se plantea. Hundido en el mazacote de su locura, es quien continúa este relato de aquí en más. Y en este preciso momento, luego de asaltar el texto sin querer queriendo, el lector les comunica que este símil italiano se separó de las manadas en las que anduvo por muchísimos años. Y que saltando de arriba para abajo y de noche, fue absorbido melindroso por un silencio privativo. Todo hombre cavila sin saberlo. Aun en las más colectivas de las existencias es el lector silencioso quien siente el crujir de los muebles. Por los cambios de temperatura se disuelve en él y por interpósitas personas olvida todo por un rato.
Por último... y pido disculpas al lector ansioso. Si acaso le moleste este rodeo. Más debo ser criterioso a la hora de mentar desconocidos. Lejos de la noticia inminente y a sabiendas la sangre garpe más de dos veces al desesperado, y toque a su puerta con tres toc toc toc. No se desea más que anoticiarlo de lector a lector sin remordimientos, que los escritos y discursos de este hombre de apariencia italiana han sido robados por alguien enviciado en las manías de la identidad. Como lectores hemos conquistado un territorio. El suyo, tan opuesto a la costumbre de la pasividad.
Tan fácil fue leer de corrido las historias trituradas en la pasividad. Aquí tendrá el lector la posibilidad de encontrarse en las suyas, en las que imagine e invente y simule. No por imitación sino por perturbación. Ya lo deben estar asestando en pesadillas por las noches. Por el momento no se reciben tarjetas. Por el momento no lo podemos atender. Por el momento nuestros operadores están todos ocupados. Por el momento no le podemos dar ninguna seguridad de que tal persona esté con vida. Por el momento hay que gozar con la muerte lenta. No se aceptan, por el momento, malos tratos a nuestro personal.
Señoras y señores. Damas y caballeros... Y por qué no fantasmas invisibles en este teatro. Autoridades de todo cuño y alevosía. Funcionarios de bajo rango y empleados en general... Y al personal de esclavitud. Encargados del pañol. Al dios ausente que cada domingo nos visita. Familiares y parientes venidos de lejanas latitudes. Hermanos de sangre y adoptivos. Primos de nupcias inconclusas. Hijos naturales de mi padre. Siervos de mi madre. Personal de cocina. A los médicos y enfermeras que sacaron las agujas de mis brazos y mis piernas. Gracias por las gasas. Y no quiero olvidarme el algodón. Nunca escatimaron en desperdiciarlo cuando sangré en la guardia y por la herida. El recuerdo me llega cuando estuve arrodillado. Luego todo sería confusión en alucinaciones cada vez más frecuentes.
Los doctores sabrán anoticiarlos para corroborar lo que les digo si alguien necesitara más detalles. Examinadoras de miembros. A ellas, por el placer que a escondidas me dieron. Calmadores de esquinas. Oscuros centinelas de guardia constante. Bracamontes de iglesia pérfida de inundación gitana. Bosque arbitral y daga combinada por sus gemas turquesas en afganos simulacros para no vernos. A los objetos que indiferentes mantuvieron su postura y no se modificó una sola estatua del chalet durante mi estadía. A mi vieja necrópolis y a este cauto gobierno. Antes del amanecer. Ese tímido instante crepuscular de celaje invertido, que a todo movió por dentro. A los suicidas que despedí. A su nombre y a sus noches le alzo este cáliz de licores. Brebaje antediluviano. Borrega vida cuando uno ni es uno y a la vez es dos y no la maneja.
A la condena por duplicado. Al hombre de ojos desalineados. Al estrávico para el habla y al mudo que ve parcial. A los que limpian lo fregado y ensucian con el trapo el mismo mueble. A esas desesperaciones repetitivas de pura ansia. Al valquímetro de Fenogola que dejaron tirado en la puerta del chalet. Antes nos dijeran íbamos a salir sanos y salvos. Todos y cada uno de los que estoy despidiendo. En este lúgubre parque de estatuas vivientes, más parecido a purgatorio. Doy gracias por la medalla de honor que cuelga de mi escote y se aloja en el centro de mi pecho. Les debe encandilar la cara. Les veo emocionados y sonrientes. Qué hermoso es verlos así y no como antes. A esos malos y malísimos momentos de la investigación. A esa crema de untar. A los sacos que nos pusimos para ser alguien.
Como se pudo apreciar el lector ha dado su discurso. Quien realice una lectura cuidadosa se topará con que ha desplegado imágenes tórridas, encadenando frases de alto contenido emocional, para armar un collar de perlas, hijas de las mejores ostras de ultramar. Pasa, el lector necesita. Y hundido en la mazamorra de su locura larga lo que adentro le persigue sin encontrar una salida. La propia existencia lo confunde con preocupaciones mundanas. Pero sabrá darse cuenta y a su tiempo.
Ese silencio cultivado será refugio algún día y se deberá instalar en esa cueva si quiere que le vaya bien en la mala vida, al menos para no volverse totalmente loco, evitar quedar inutilizado y no ser uno más de la manada. Y repita y repita como loro, vivencias cotidianas. Es el amor, sí, pero es también la metafísica quien encuentra al lector desprevenido y en situaciones no precavidas por él, es dable baje la guardia. Se estremezca en la lectura. Por una idea que es emoción propia corporalmente comprobada. A la par del pensamiento no hay cuerpo que valga tanto como sí su metafísica. Las dolencias, van más allá de la física.