Crónicas del subsuelo: El humedal

Crónicas del subsuelo: El humedal

Por:Marcelo Padilla

 Compartieron la crianza de dieciocho niños. En un rancho en el que hubieron de meterse una noche de muchísimo frío, las veinte sombras, al entrar, lo encontrarían amplio, y descubrieron tenía cinco piezas. Se les dibujó una tímida mueca de condescendencia. La minga miraba el techo. Y recorrió con sus ojos emboados las paredes dando una vuelta entera con su cuerpo.

-"¡Acá mingo, es acá!", dijo emocionada la minga. Y sin mirar a quién, repetiría frases elogiosas y santas. De aprobación del lugar. Como en una confesión y con la cabeza apuntando al techo, dijo ensimismada: "nunca tuve un techo, ni siquiera roto".

De donde venían de morar los mingos, en unos pajonales de llanura, este rancho fantasmal era una mansión para ellos.

-"A caballo regalao no se le miran los dientes", le dijo el mingo a la minga encendiendo un armado.

La minga paseó mudita, entusiasmada por las piezas. Y pispiando con la vela y hacia el fondo del caserón, por un pasillo largo toparía con una puerta. Esa puerta da a la misma nada. Y en la nada, y por el efecto de la luna, la minga divisó unos árboles dispersos. En el desierto crecen a pura semilla. El viento arrastra las semillas. Las caídas de otros árboles embuchan, y de otras plantas acopia. Pero otras, que deambulan en el aire, caen, se hunden en un charco, y luego quede seco el charco son tragadas por la tierra. La tierra necesita de ellas aún en el desierto. Crecen en el despoblado y al cabo de una estación, se yerguen, en bosque de chañares, arbustos y árboles de toda variedad. Y nutridas, tierra y semilla, germina, y de la humedad subterránea que acumula a escondidas el desierto nace el árbol. Y así van estirándose. Asoman su tallo. Vertiginosas crecen y vez que brota su primer penacho al cabo son paraísos fresquísimos en verano. Protegen a los animales del sol alto del mediodía, y por la siesta protegen en ese páramo, a todos los paisanos de la zona.

El rancho está hecho del mismo lodo que da el humedal. El techo es de caña. Al abandono tras el terremoto del 44 quedaría ese rancho, perdido en el tiempo. Hasta que llegó la familia que menciono. Los mingos, con sus dieciocho hijos, coparon la parada. Las quebraduras y las grietas en los paredones de adobe, los pedazos de mampostería rota, y las cañas abiertas en el techo, comidas por las destrucciones y por las inclemencias del tiempo, aun dejaran entrar unos rayos de sol y entibiaran el caserón desvencijado, a los mingos les dio cierto recelo.

-"No vaya a ser se caiga un muro sobre los niños cuando estén durmiendo", le dijo la minga al mingo.

Si bien a ella le gustaba el rancho, la minga tendría pavor por las noches. Pero, su esposo el mingo, la calmaría entrada la diana de ese día. Le prometió arreglarían entre todos las roturas del caserón. Que no se preocupara le dijo el mingo. Más contento que perro con dos colas estaba el hombre. Lo disimulaba. El mingo no sabía lo que significaba expresar alegría o sensación de felicidad. Las sentía, pero no se le movía un ápice. Esa procesión de alegría que llevaría por dentro luego le serviría en los agrios días por venir. El mingo era un estoico en las buenas y en las malas. Como un verdadero hincha.

-"Che mingo, te va dar un cáncer", le dijo una vez la minga.

Pero el mingo no le daría importancia. Ni le respondería. El mingo no era de pelear ni discutirle nada a la minga, y en eso tal vez radique la explicación o quizá el motivo por el cual el mingo y la minga hayan durado tanto tiempo juntos, y estuvieran a cargo de dieciocho hijos, malaria tras malaria. Uno bien podría conjeturar, que en la malaria debe de haber espacio para el espíritu de jubileo. Por lo general se la asocia a la felicidad con conquistas materiales. Mientras hacemos, por ejemplo, la revolución, o mientras concientizamos al mundo con nuestros nobles ideales. La guita, lo material, les da más felicidad que un día de gloria, que un día sagrado de rezos y plegarias. Y se entiende que una vez quisieran cambiar el mundo y terminaran cambiando el auto, y que se hicieran su casa, y luego otra, de fin de semana frente a un lago. Sin embargo estamos ante un caso extremo de despegue social. Los mingos moviéndose nómades en un estadio antropológico insólito, divagaron erráticos por argentina. Entre matorrales y selvas y cascadas, y en ciudades olvidadas, de zonas limítrofes, nadie los vio ir ni venir de ningún lado, nadie preguntó por ellos.

-"No está muerto quien pelea", se dijo así mismo el mingo. Y sin mirarse en ningún espejo se lo repitió grapeando en pleno albanecer.

A la vez cantaría un gallo.

En las noches oscurecidas. Obligados a andar a tientas y apenas con la llama de una vela con la que se alumbrarían ni bien cayera la tarde, los sueños de los niños coincidieron en este punto, en el punto del miedo al derrumbamiento. Temblor y polvo. Algo así como un tufo a tragedia porvenir se respiraba en ese sombrío cortijo. Aire envenenado. En ese humedal atrapado por el secreto, y como si de una condena se tratara, el haber pisado este mundo, no viene un maldito día que se les ahoga uno de los niños a los mingos. Apenas un año y pico tenía el desgraciadito de la familia cuando se apagó.

De por sí travieso el niño caería de trompa ¡por andar correteando la zona del humedal! Siempre fue un misterio este sitio de penuria. Y sabido es que todo pichón aspira erguirse, cabriolear hacia adelante, instaurando los primeros equilibrios con sus brazos, y zarandearse a todo lo que da para que no lo tire el viento. El crío corrió con una expresión súbita en su rostro. Se le inflaron los mofletes y babeaba por la comisura de sus labios. Quiso aprender a volar. Ese crío anduvo a los tropezones. Así se crían los niños en la zona del humedal. A los tropezones. Y en el barro que protege. El barro que los hizo, a veces los mata. También es el barro quien entierra a su gente. Porque a la vida en el humedal la decide la dicha geológica. Y la desdicha atesora el menester de decidir, quién es el que muere en el humedal. Puros maleficios. Épocas de desgracias. El niño corrió y corrió aleteando con sus brazos en dirección al humedal. Y por la velocidad que agarró en bajada cayó de frente y de jeta en la ciénaga. Y tapado por el barro no pudo respirar más el pobrecito. Sus bracitos intentaron inútilmente asirse de la tierra seca. Y de los bordes.

Llena de barro en los pulmones sacaron a esa pobre criaturita del humedal. No respiraba. Fue una desgracia con mayúsculas. Una más y de las tantas que iría a soportar esa manada humana.

-"No sé si tenemos que empezar a regalar los niños, che mingo".

-"¡Cómo! ¡A los niños no los vamos a regalar! ¡Minga los vamos a regalar!".

-"Pero si se nos están muriendo, mingo".

-"¡Se nos están muriendo es una exageración! Se nos ha muerto uno y fue por una desgracia. No puedo ahora y con esta tristeza pensar en regalar los niños, minga. Eso sería morirnos. Somos lo único que ellos tienen en este mundo ¡de dónde es que te salen esas ideas!".

Por la vida fulera que llevaban, esa idea les rondaría en la cabeza, ¡por más se negara a reconocerlo! el mingo lo pensaría, y cada tanto ese pensamiento fue pinzamiento en la mente del mingo, la voz de la minga repitiendo "los teníamos que empezar a regalar" lo aturdiría al hombre. El humedal está apenitas unos metros del rancho en el que viven los mingos repartidos por las piezas. En el verano se mantiene fresco el caserón por sus anchos paredones. Y en el invierno, impermeables son esas moles de barro y paja. Aíslan al clan del viento helado y amparan a sus moradores de la lluvia y de las nevaderas, que saben darse en la época de los temporales de agosto.

El barro por lo general protege a sus naturales. De noble construcción resulta y más si la familia es numerosa y no tiene dónde caerse muerta. Hete aquí el caso más paradigmático. Lo que se reclama en el fondo es, dónde caerse muerto. Condición filosófica: el sueño de la casa propia acaso sea una señal de la muerte venidera ¿dónde caerse muerto? es la pregunta que a determinada edad uno se hace. Se sostiene entonces al barro, como creación posible, y base de toda creación y ya hecho arte y tótem, y tabú y ciudad empotrada en las cumbres, madura con el barro del mar muerto y el mar rojo, constituyen un monumental arte de ruinas. La base de todo arte es la ruina. Sobre la ruina se construyen otras ruinas. No se erige ninguna fortuna sobre la base de nada. La base claquea.

-"¡Para qué vinimos a este rancho y por qué te hice caso! ¡Estábamos mejor en el pajonal! Allá nomás las arañas eran de temer por los niños ¡para qué te hice caso mingo!", agregó, desconsolada la minga.

Y tapándose la cara para ocultar un piadoso llanto, de pronto dijo basta, y llenó su alma de ira, "¡son muchos los niños, y ya se nos ha muerto uno!, ¿vamos a esperar que se nos muera otro para empezar a regalarlos?, ¿acaso no te das cuenta, mingo, que viviremos por siempre en la desgracia?, ¿hacia dónde crees que vamos?"

El mingo hizo silencio y no dijo nada, se le acercó y le hizo un cariño en el pelo de la minga y luego, le toco la cara con lástima. Con el solo mirar, la minga entendería todo. De haber llorado a escondidas de los niños el mingo tenía la cara roja, y los ojos en compota. La minga se fue a dormir y el mingo se fue hasta el aparador de la cocina. Pensó en calmarse. Y en eso fue que con una mano y apretando una botella, se tomó unos tragos de la grapa, y de un impulso fue hasta la pieza donde estaba acostada la minga, y le dijo.

-"¡Lo decidimos para mejor, minga!, ¿quién iba a saber nos esperaba la desgracia? Los pajonales eran un infierno. No solo las arañas son peligrosas en los pajonales ¡el fuego lo es! En el verano anterior. Acordáte anduvimos vagabundeando. Sin saber dónde estábamos parados, y metidos en los pajonales, armábamos una alquería a cada rato, y por el fuego que se fue moviendo de un lado a otro nos tuvimos que mudar, porque en cualquier momento nos tragaban las llamas. Y los niños entre los pajonales no se ven por su baja estatura. Ese fuego nos tenía con el corazón en la boca, minga. ¡No me digas estábamos mejor porque no es cierto! Esto es una desgracia. Lo que nos ha pasado es una calamidad".

Ella se fue a la pieza y se encerró. No sin antes correr la cortina, y no le vieran sollozar. La casa no tenía puertas. A las puertas las quemaron para calentarse ni bien principiaron los primeros fríos. Las cortinas eran de arpillera. La minga las había cosido y le habían quedado bonitas. Les hizo un borde a cada una de distintos colores. Las piezas, eran una oscuridad. Tenían la costumbre de no abrir ventanas. No querían los mingos que los viera nadie. Estaban ocupando un rancho abandonado, pero, sabían. En cualquier momento alguien, o algo, los echaría del lugar. En fin. Que los echaría la tragedia.

¡Cedería el embanque del humedal! Fugas de agua tenía ese lodazal y cada vez más dilatadas. Largaban los desperdicios y aguas servidas de a chorros por esas bocas. Pero una noche, aquella pieza del rancho de los mingos, implosionó. Y tuvieron que irse todos del caserón muy calladitos. Antes, enterraron al niño embarrado, en la pieza donde dormía con sus hermanos. Era la más segura de todas. Y en la augusta noche lo velaron en silencio y de parados, con las manitas trenzadas entre ellos. Algunos no pudieron contenerse. Los más enteros apapacharían a los conmovidos. Luego del entierro del desgraciadito se irían en lenta procesión a la ciudad. Y se meterían ni bien llegaron y de contrabando, a una iglesia. De allí los echarían la primera noche, aun probarían con otra iglesia.

-"¡Vos callá a los niños, minga!, que no hagan ruido y que no hablen ¡vengan todos atrás mío!", dijo el mingo: "síganme".

La ciudad atiborrada de monumentos y estatuas es puro desamparo. A la sombra de un muro la manada aguardó unas horas. Y trepando la pared del fondo de la iglesia, fueron a caer al patio de unos curas. La iglesia pertenece a una orden milenaria, y los curas, a esas horas, duermen. Se supone cualquiera de los credos que practique, todo cura duerme por la noche. Entonces la bandada entró sigilosa y penetró en la galería. Por la parte que da al Baptisterio. Y entre las columnas unos rayos de luna los alumbró como se iluminan a los artistas en escena. Reptaron entonces, sobre los baldosines, hasta perderse. Conocían de memoria la oscuridad como los gatos.

Uno de los curas saltó de su camastro y oteó desde el balcón. Cogoteando miró hacia el patio. A esa hora gobiernan las sombras de las plantas. El curita no vio a nadie como para alarmarse. Se volvió a su cama. Como si fuese un código entre el cura y los miserables, éstos, finalmente se metieron en los túneles, sin que nadie diga nada. Los diecisiete niños y ellos, en oscuras toparon, con una puerta blindada. Esa de la cual se dice "comunica con lo peor de las catacumbas". Si no se dio cuenta el cura y no se dio cuenta nadie, - ese fisgón fue el único que pudo haber visto algo si hubiera querido ver, y los hubiera advertido y denunciado- ¡Hubiera pegado un grito!

De ahí en más se simplificarían las cosas para los mingos. La puerta blindada era de madera. A las patadas la partieron los más grandes. Y entraron en fila por El Túnel de la Posesión. En ese túnel hecho antaño, y en el grimorio central del bajo, se reúnen, desde hace años, sacerdotes de sectas oscuras de la ciudad.

Bajo su casco cardinal habita un mundo cuasi policial y detectivesco. Arriba las iglesias y las mezquitas, y las sinagogas y los templos umbanda, y los albergues de las más exóticas religiones afrodescendientes y afroascendentes, como la religión Pichinga, con sus antas y santuarios. La religión Pichinga quisiera aclarar, si bien nace en el Cáucaso alto, migraría hacia finales del siglo X a Kenia. A los pastos centrales del Imperio Dorado de África. Donde habitaron faraones negros y soñaron, ya momificados en necrópolis de oro, devenires de los pueblos de la zona y de hasta zonas recónditas tan solo imaginadas en el sueño devenido. El sueño del faraón negro, por dar un ejemplo.

Bajo las construcciones, entonces, veniales diciendo, y debajo de toda la ciudad, serpean cansinos los miserables. Y muchos curas y monigotes de diferentes religiones perseguidas tienen allí su oscuro refugio de protección y contubernio. En ese grimorio del bajo, se traman, magias entre ungidos, acuerdan pactos con la sangre, y deciden dichas y desdichas de los de arriba. Allí resistieron los mingos. Escondidos en la antecámara que se pliega al humedal. Por el lado de otra falla que tiene el humedal, los mingos hicieron rancho aparte. Desplegaron lonas en los pisos y luego de sosegarse, soñaron con la casa y el niño muerto, horas de pesadillas tuvieron la primera noche.

La estructura del sector de catacumbas pierde por unos agujeros, aguas hediondas. La antecámara donde están tirados estos intrusos está enmohecida. Ni los curas irían a husmear quién vive en ese lugar. Se supone allí familias enteras y numerosas vivieron. Harapientos de cloacas que poblaron grandes ciudades de viejas épocas.

Todo se iría derrumbando.

Entonces los niños y los mingos, bajo el mando de los niños, cavaron con paciencia oriental un pocito con las manos. Uno a uno por vez agrandó la entradera. Hubo que cavar un pozo en forma de túnel con el tamaño del mayor de la manada. Y el más grande de la bandada era la minga. Él medía menos que la minga, y pesaba tan solo 48 kilos. Y no solo de talla estaríamos hablando en este caso.

Pues, entraron primero, los niños. Ni bien probaron su respiración en ese hoyo oscurecido, y apenas unos metros, entraron gateando. Volverían desesperados y con pánico en la cara. Treintaicuatro ojos inyectados enfocaron a los mingos. Como si un ejército de linternas los apuntara y fuera a dispararles. Babeando y tiritando. Los hermanos de la gallina degollada parecían. Los niños de los mingos no podían expresar lo que sentían, ni palabra decir por lo que vieron allí adentro. Quedaron los diecisiete paralizados como gatos sacros. Con los ojos verdes en la oscuridad del pozo, toditos mudos.

-"Te lo dije mingo, mira cómo están los niños, ¡qué vamos a hacer ahora que no hablan! No se mueven. Están todos tiesos. Te dije que los regaláramos de a poco, ¡y no me hiciste caso!

-"¡Pero ya basta minga!, que ya hemos tenido demasiado como para volver a la misma conversación. Ya te dije que no los vamos a regalar ni mierda. Todavía podemos refugiarnos en alguna que otra iglesia. Tenemos que seguir probando".

Estaban hasta la coronilla los mingos. Pelearon cada día por supervivencia. Y así fue que un día el mingo con la minga se sacarían el saludo. No se quisieron hablar ni mirar por un tiempo. A los niños los dejaron en el túnel. Dormiditos quedaron los diecisiete. El mingo agarró por la derecha, y la minga, por el lado contrario y a la izquierda, divisó una ruta, y se fue con una bolsa y sus petates. El mingo se perdería en la lontananza. Una vez la minga dio vuelta su cara para mirar al mingo. Pero el mingo, se achicaba en la llanura. Tragó saliva y siguió la minga por las cortaderas. El sol se derramaba en el atardecer sobre los pastos.