Crónicas del subsuelo: El delator confesado

Crónicas del subsuelo: El delator confesado

Por:Marcelo Padilla

En la calle de las tropelías, la movida, empezó a calentarse no bien principió el invierno. Los congelados reaparecieron en la trama de la población. El proceso de congelamiento por el que pasaban estos tipos era el mismo que el de los incas en las montañas. Sacrificaban personas, niños. Los subían a un alto de las cumbres ataviados de vendas y ajuares eternos. Allí los dejaban, solos, en un hoyo de una roca con la cabeza flotando entre las nubes, hasta que se dormían.

La muerte por congelación, desde niño, constituyó una obsesión para Jarlnick; mi querido amigo Walter Jarlinck, vecino de la cuadra con el cual pasamos la infancia y adolescencia juntos. El pendejo echaba horas charloteando de ese tema. Manija hasta mi hartazgo, tuve que echarle varias veces de mi habitación.

Habrá tenido 6 años: me traía en la mano hielitos derritiéndose con una mosca dentro, apresada por el agua congelada. Experimentos que forjaba en horas de la siesta cuando sus padres dormían. Y, como era solo -no tenía hermanos ni muchos amigos que digamos-, se la pasaba craneando muertes por congelación. Lo hacía con insectos, con pedacitos de hojas de árboles que a su patio caían. O con frutas: metía una cereza dentro de una bola de agua en un molde que inventaba con bombitas de goma y me traía la esfera congelada a mi casa.

De ojos verdes encendidos y mirada extraviada, Jarlinck, el inquieto niño del hielo, fue profesionalizando su obsesión. Atravesada su adolescencia, apenas cumplió los 21 años se puso una fábrica a la que llamó "Hielitos El Gringo". -Es simple, cuando te cagás de calor, el humano necesita hielo-, decía, mientras activaba su maquinita todopoderosa de bolitas de distintos tamaños. Pero, sin insectos.

A los insectos los usó de niño, pero de grande fue todo un empresario. Tenía su clientela a domicilio. Lo contrataban para eventos en la población. El día de cientos de hechos que por efemérides se celebraban, el que estaba ahí con su máquina de hielo era mi amigo Jarlinck. El gringo Jarlinck.

Debo decir: el poblado estaba muy efemérides por aquellos años. Celebraba lo que la larguísima lista de conmemoraciones indicaba en el calendario: si era por el santo o la vela, daba igual. En definitiva, poco trabajaban en el pueblo. Según Jarlnick: son gente acostumbrada a las voces. Yo le dije a Jarlnick una vez que: las tradiciones nos moldean la escucha, que tuviera en cuenta eso, nada más. El gringo Jarlnick, aquella vez, cortó la conversación con un ¡tsá! que le salió de un extraño movimiento con los dientes y la lengua, usando los labios como colchón.

No sé, le salió de una manera extraordinaria. El gringo estaba lleno de esas contestaciones o formas del habla que indicaban algo, y yo no sabía qué significaban. Algo querían decir.

No solo el tsá, también tenía gestualidades que indicaban una respuesta. Levantaba los hombros cuando no sabía de algo o alguien del cual le preguntaban, sacaba la lengua para demostrar su desacuerdo con un pensamiento. Lloraba cuando entristecía. Era transparente. Actuaba por emoción. Capaz de bajar un pájaro de un árbol si le decías que lo necesitabas porque no tenías para comer. O te mataba un bicho que cazaba por ahí, para que a nadie le faltara el plato lleno en su mesa.

Tenía la obsesión del hielo y las muertes por congelación, sí. Es extraño, sin embargo, para él, fue una revelación que desde niño tuvo. Para calmar vaya a saber qué movida interna que se le hizo carne y fantasma a la vez.

La interna del gringo, era power.

-¿Pero, por qué no hablas gringo pelotudo?- Lo increpé la última vez en un ataque de ansiedad.

El gringo hablaba, se hacia el choto, sabía que las palabras llevan a otras palabras, que de una argumentación de palabras correspondería otra argumentación de palabras que hiciera de lado B. Y era consciente que, en ese territorio de la razón, de cuál o de quién quisiera tener razón, perdía por falta de participación. La razón te obliga a participar. Acosa espectralmente.

-Las palabras pierden a la gente- me dijo un día cebándose un mate. Y prosiguió: -si vos hablas lo justo y dejas que todo lo maneje el silencio, salís inmune, o casi inmune- argumentó. Y cerró: -No quiero discutir, solo te estoy contando cómo lo he resuelto yo al tema de las palabras, que para mí, no sé para vos, era un problema-.

No dije nada. Atónito, me paré a servirme un vaso de agua. Dejé al silencio corriera a su antojo y éste, empezó a tramar algo que no podría explicarlo con palabras. Intento, todavía, después de años que ha pasado todo lo que antes cuento. Pero no puedo, no hay palabras para ese silencio que generó Jarlinck. ¿Habrá anti-palabras? Y como quedó abierto aquel silencio -horas pasé en la fabriquita del gringo-, lo dejé como estaba.

Él, fabricaba hielo. Yo, no sabía qué hacer. Las anti-palabras del gringo me hicieron pensar en qué carajo quería de mi vida.

***

"La fabriquita de hielo, gringo de mierda, tacaño, así se empieza a ser cagador, pensando con tu ombligo... típico de gringo de mierda. No tenías donde caerte muerto, andabas con los hielitos esos de mierda, porque eran unos hielitos de mierda los que me traías con las moscas. ¡Eras nadie, hijo de una gran puta! Y ahora miráte, el gran empresario del hielo en toda la región, cenando en los mejores restaurantes".

¡No! Soy un hijo de puta, cómo voy a estar pensando eso del gringo ¡me cago en la mierda!

***

Una vez, mi querido amigo Walter Jarlinck se cansó de la maquinita de hielo. Pensó que había cumplido su ciclo y convenía transitar hacia proyectos más ambiciosos. El procedimiento del hielo estaba controlado. Recordó sus juegos de infancia. La obsesión por congelar gente. Retomó esa nublación que lo tuvo experimentando de niño con moscas y variados insectos.

Entonces, probó con ancianos.

Habló con familiares donde hubiera viejos en la casa y les propuso vida eterna para el familiar longevo. Se trataría de un pinchazo para dormirlo y luego entraría a la camarita de congelamiento que había diseñado. Fue tan exitoso su asombroso proyecto que, al poco tiempo, ya le pedían congelar a niños y esposos, parejas de enamorados, perros y gatos, gallinas y conejos. Del congelamiento ya se hablaba en el pueblo. Algunos lo respetaban al gringo, y lo veneraban, agrego; pero otros, lo tildaron de diabólico y peligroso.

***

"Ahhhh... ¿Encima asesino, gringo de mierda? ¿El señor se cansó de la buena vida y ahora viene a mandarse tremenda cagada? Mirálo vos, al gringo loco éste. Si al final tienen razón ¡es el mismo diablo el hijo de una gran puta!"

***

Sobre todo lo tildaron de diabólico y peligroso después que me confesé con el cura un domingo por la mañana. Nunca iba a la iglesia, jamás, pero esa mañana algo me llamó.

Estaba desesperado, no sabía qué carajo hacer con mi vida, no sabía dónde ir. Pensé en la iglesia y fui a confesarme con el cura: le conté todo lo que pasaba con el gringo, mis preocupaciones de cuando éramos niños. Le conté, además, lo que estaba haciendo con los ancianos y los gatos, los bichos, las mujeres. Le confesé que, para mí, Walter Jarlinck estaba loco, que era un peligro para sí mismo y los demás.

***

Debo decir: lamento haberle dicho al cura todo lo que le confesé. No digo que el cura anduviera por ahí murmurando todo lo que le conté, pero... Walter Jarlinck, mi amigo, no apareció más en el poblado. Dicen que se lo llevaron a las cumbres de nieve. Que lo dejaron ahí, solo y vendado, en un hueco de una roca con ajuares.