Crónicas del subsuelo: El deambulante mental

Crónicas del subsuelo: El deambulante mental

Por:Marcelo Padilla

 Más allá de las lagunas (plenas de patos, gansos y viriñetas, teros y algunos animales que no pertenecerían a la fauna acuaria, como por ejemplo el ocelote, o la jirafa bebé, porque al criarse las jirafas pueden sostenerse en un zanco, pero las chiquitas no, el ocelote sabe manejarse pero de una manera particular que se diferencia de los otros carnívoros, posa sobre otros animales, y se los devora lentamente aferrando sus uñas a las presitas que lo sostienen, como si fuera una flor de un camalote) En fin, animales de todas la especies empezaron a poblar las lagunas, que descubiertas por un linyera en el 1912, ahí nomás las autoridades obsequiaron su mecenazgo introduciendo lo que los biólogos marinos recomendaban, dados los años de estudios e investigaciones realizadas, sumado a esto, el prestigio de la Escuela de Biología del Agua, que fundó la esposa del señor Arsenio Ulbetìn Van de Veer, hijo de holandeses por parte de padre y de madre belga, Van Liushen era el apellido de la madre, quien vivió en las colinas de Flandes, antes de conocer al Dr., quien luego sería su esposo, el señor ahora renombrado: Arsenio Ulbetìn Van de Veer. El tema es que luego de las lagunas con todos eso animales que por momentos concordaban con la relación fauna y biología más suelo y agua, los que no, cuando aparecían, como las cabras de agua que salieron solo una vez y nadie más las vio (fue una tarde de verano en la Flandes de 1700, unas cabras brotaron del lago principal y emergieron, cómo decirlo... de alguna manera... paranormal o sobrenatural) Nadie que yo sepa, ni leído por ahí en los periódicos de noticias extrañas, me ha informado de esas existencias que no coinciden, aunque pensándolo un poco bien podrían coincidir en una pintura surrealista. El linyera arrastraba la música de las tormentas de verano y la población hundida en sus meandros le dejaba ser. Pero el linyera no quería ser, ya se los había dicho en la cumbre sobre unas escalinatas lúgubres en una noche abierta, con el mic que no le andaba muy bien, exclamó: "no soy yo quien soy", alzando las manos y apretando todos los músculos de la cara. Era como un mesías del no ser o del anti ser que, sin identidad especifica ni documentación que acreditara su existencia, existía, para no ser, y derramar nihilismos de bruma inyectados sobre las feligresías, retándolos a duelos demenciales en los cielos, bajo la tierra húmeda, donde las catacumbas de barro y piedra. En los palacios abiertos y en las mansiones deshabitadas, duelos con furgones de personas sin techo pero también sin brazos. Una guerra mental que disipara la quietud que genera el movimiento tecnológico, un humanista por naturaleza. Rozaron sus pies los labios de una criada de la aristocracia local, y con ella, atrás, miles de miles de profesantes del nuevo mito repitiendo el rito. El linyera -no se supo de dónde venía-, de aspecto rasputinesco, hediento, de rasgos arquitectónicamente expresionistas, ese diablo turbio de las gentes de hablas extrañas había encontrado a su guía espiritual, sin embargo, las lagunas... Que es en definitiva lo que les quiero contar, en realidad re-contar lo que me dijo en el café del poblado, esa mujer envuelta en telas de seda negra, como de luto. De qué está hecha la divinidad es todo un asombro. Por más ciencias y filosofías al respecto, de Uchugalle al danés Atkinsen, de la metafísica druida del vikingo libidinoso a las matemáticas blandas del probo escocés de la gaita. Innúmeras conversaciones astronómicas en piezas de hoteles abandonados. Los paracientíficos les decían, me cuenta la dama en el café, Madame supo visitar asiduamente las fiestas de los escoceses que le ofrecían al linyera para conquistarlo, lo consideraron loco en Inglaterra, pero en Escocia no, gracias al escocés de la gaita, quien introdujo al tipo al mundo de los zócalos, y hoy resultaba ser el mesías para millones de personas que deambulaban por las calles de las ciudades con velas parcas, esperando al mesías. Todo se detuvo, la industria colapsó, los gerentes pasaron del yoga a la adoración del mesías linyera, hasta los que cargaban nafta o hermoseaban al muerto en una sala velatoria esperando a los deudos, todos pararon la vida cotidiana de golpe. Como en una alucinación o un despertar no despierto de una pesadilla donde uno no termina de distinguir la realidad de lo irreal... ¿cómo hace un pueblo que se la cree toda junta para desacralizar la nada y convertir en demonios a los santos y abanicar el rosario bajo un rezo silencioso, coral, de un silencio profundamente oceánico, que solo el viento permite identificar? Es una posesión que en la sala velatoria también ha tomado a los cuerpos tibios, para así aletargar la pena del penitente, yo le decía, me dijo la dama de velos negros, en el café, que las farmacias, que las farmacias, que las farmacias; y ahí se quedó, con esa frase, "las farmacias", repitiéndola como un mantra psicótico.

La arboleda, el mesidor ecuestre depositado en una galera negra con las patitas para afuera, en el camino barroso, las huellas que dejaron los harapientos aristócratas del futuro tenían costras de sangre quemada que se veían por la rotura de los pantalones, por las torturitas que acostumbra el hombre que iba con las patitas afuera del coche casi fúnebre, casi taxi para las urgencias del vudú en la zona de la civilización. No se le veían más que las dos piernas enfundadas en un pantalón de shamir hecho en la india colonial expresamente para el occiso. Y una botas de campo, de buen cuero animal traído de las pampas del sur de América, donde los hielos se alzan como bloques alemanes, en fábricas de frío natural, transparentes, se formaban nubes gélidas con formas resbalosas que fijaban la vista y obnubilaba lo real libidinoso. A medida que La galera traqueteaba con sus caballos cansadísimos sobre el fango, el horizonte invisible para los ojos en la bruma, como una ceguera impuesta por el clima hecho de años antiguos, imposible dividir por periodos o por espacios de tiempo, allí, en esos campos cansinos de sol las cosas sucedían de una guisa extraña, que a su vez extrañaba a quienes se animaban cruzar por el lugar secreto donde guardan bajo llave un cofrecito de cuero y hierro que contiene, según me dijo la dama de negro, un secreto antiguo y revelador, que llevaría a cambiar todas las cosas de este mundo, patio de objetos ominosos en ciudad, depósito de humanos amuchados en refugios con ventanitas diminutas para evitar lo que todos imaginamos a la hora del horror. Allí están las copias originales de libro, bajo tierra, sin mapa ni guía para encontrarlos más que la mismísima dama de negro. Sin embargo, la dama, que al contar sus misteriosos conocimientos bajo el luto de su ropaje, con su voz suave que cruzaba la seda como si estuviera yo en un confesionario escuchando a una sacerdotisa libidinal que le caía la seda de su cabeza tapándola enteramente en tela finísima y perfumada, con voz de angustia y melancolía, con nostalgia en el combo de sensación acústica y melosa que a cualquiera atraía con su monologo fino y descansado, cada tanto paraba y dejaba unos silencios recónditos, como si lo hiciera apropósito para que la escucha pensara en lo que escucha. La galera cruzó una hostia monumental que indicaba que allí se realizaba un ritual extravagante por las clases acomodadas de la sociedad pastoril, la que vino a la ciudad a comprar propiedades. La dama revelaría esos secretos pero con la condición de su evaporación, porque según dijo en el café, repito, muy angustiada, las revelaciones le traerían maldiciones que compensarían lo que no sabemos. :- ¿Bruja? ¿Es usted bruja señorita?-, pregunté, para ir al grano en su relato incomprensible. La dama agachó la cabeza y sin siquiera imaginar lo que estaba pensando se desmontó el tul de la cara, ahí entendería todo su porqué. La dimensión de su necesidad de revelar para recibir la compensación de la reconstrucción de su rostro. Le habían ofrecido en la comarca unos pases de ruleta para despejar, la tarde que se venía abajo como un edificio en demolición, en caída lenta, precedente del concepto de "cámara lenta" que luego usaron fotógrafos y cineastas, adoradores del sol y experimentadores de inmortalidad, pues el cine es lo más cerca que ha creado el hombre para la eternidad, filmarse de alguna manera es un paso a la eternidad, es el pago de todos estos siglos por haber cometido tal maleficio colectivo, el cine era visto por las gentes como eso, como una maldición que hoy se pagaba con la absurda inmortalidad de una cámara para pasar a otro plano sin sentimientos ni emociones más que las que brindan las imágenes. Pero la dama quería vivir muerta de otra manera y su teje funcionaba para ensordecer la escucha, y la mirada quedara pegada en la alucinación dorada que alguna vez los egipcios de La Villa 87 indicaron en unos jeroglíficos sobre las paredes del cementerio etrusco, como un aviso para los pecho fríos que se la pasan de parletas en las comunidades autosustentables. Unas visiones de la arquitectura del abandono donde al poblarse de extrañísimos seres espectrales, tales mansiones, tales chalets, se convirtieran en la misma depresión de la población que huía de los antiguos manicomios y de las viejísimas salas de belleza que fundó un tal Bellatín en la antigua Malasya. Era una copia de aquella ciudad desconocida para el mundo conocido. Una fusión por combustión de elementos alquímicos que aparecían como chicharras en los oídos de las últimas poblaciones que estudiaba de gusto la antropología de la normalidad como nuevo objeto de estudio. Aquellas lagunas, las farmacias. Las mansiones en ruinas, la ruina, la hermosa aparición de la ruina como nueva puerta para el pasaje al crepuscular encanto de lo oscuro inanimado, las sombras y los ruidos de los insectos que habitan en nidos multitudinarios de eternidad, han dejado por suerte el abandono como monumento de estas ayer tristezas y hoy suaves alegrías para el deambulante mental que con solo verlas las habita.