Didascalias de amor y de guerra en la falange española

Didascalias de amor y de guerra en la falange española

Por:Marcelo Padilla

 Si Lupe lo hubiera hundido al galeón cuando estaba por ganar; si tan siquiera se diera cuenta de lo que perdimos por no hundirlo antes que se hundiera solo, estaríamos, juntos, en este momento, en el Gran Hotel Gramont como lo soñamos: tirados en la cama con dos botellas de champaña y un oporto de Galicia sabor a morandinas. Ella mojada por la ducha, yo mojado por el sudor. Las mochilas embarradas en la mesa, el rollo de la cámara completa de fotos. Por la noche, estaríamos planeando ir a ese bar que siempre nos acoge después de una buena pegada. Charlie, o Melanier, cualquiera de ellos, los mocitos franceses del café. Bueno, estaríamos esperando a que Charlie y Melanier terminaran la fagina para luego ir a la casa de ambos a mirar el último vendaval por ese techo abierto a las estrellas, y tomar guindados. La frescura que suele entrar, más allá de los que se meten por la madrugada a buscar jeringas en la heladera, sabe a geranios gallegos. Todas apiladitas, falange de espartanas jeringas. En fin. No es ni será fácil nuestra vida en la falange. Lupe estuvo en África, y yo, fui comendado a un país sudamericano.

Cuando decayó la salud de nuestro generalísimo, las cosas cambiaron rotundamente. Con Lupe tendríamos tiempo para nosotros. La falange nos había chupado la relación, -Y se lo dije a Lupe en medio de las torturas. Los republicanos gritaban, especialmente Kaiser, Javier Kaiser, ese infame rojo que se atrevió a blasfemar contra el edecán mientras le quemábamos la mano, más luogo con el generalísimo volvió a vituperar, hasta que desmayó. Ardía Kaiser desmayado, y yo: explicándole a Lupe que, si dejábamos todo este horror de gilipollas, nos podíamos ir a esconder a una campiña francesa, o directamente huir en los acemileros a la selva sudamericana donde armonicé relaciones amistosas con unos indios de la ostia. Reposaban en el sopor de la Venecia amazónica en hamacas colgantes, ondeándose de un lado a otro. Bajo una filosofía extraña a la actividad humana de otros sitios conocidos, los lánguidos desvanecidos por la humedad, las tetas indias de goma estiradas, caídas sobre los labios chupones de la cría. Es todo un gran espectáculo antropológico que debería estar en las bocas de la sociedad española.

Amaba a Lupe, hasta en las torturas la amaba. Yo, de la tortura y los besugos, estaba cansado. ¡Y qué va! ¡Lupe no tanto como yo! Lo hacía por inercia Lupe. Fuimos el dúo más siniestro de la falange de la vasta cachemira. Nos pagaban el doble por besugo. Pero présda adenció chaval, ¡Que no éramos libres! Sin embargo, los rezos y cantares a la Virgen del Placebo, -Ella tan así, de ropajes tristes y marrones. Con esa naricita blanca, con esos ojos moros aperlados que te cagas encima puesómbre. El amor por la Virgen siempre será superior a Lupe. Lo sabe ella, lo sé yo, y lo sabe la Virgen santa. Tanto Lupe como yo, amábamos desenfrenadamente a la Virgen. Y cuando digo: "amábamos", en pasado, lo digo porque fuimos los primeros adoradores y propagadores de la imagen en toda la España negra.

Cuando torturábamos le rezábamos a ella, le pedíamos por la salud del generalísimo. Las jeringas que Lupe preparaba, ¡y la cama para dor, pué! ¡Que era una maravilla! (y le mandó un ¡Óle! totalmente desubicado con el tono de la obra, y dijo: "con sus manitas lo hacía de una manera, pues, que te cagas dos veces chavalete").

Eso es todo lo que queríamos y nosotros lo pagamos con nuestros impuestos. Una obra así de autofágica.

Prosigo:

Y de la Virgen no se nos iría el amor jamá ¡Óle! La llevaríamos con nosotros para compartir nuestras vidas. La habíamos incorporado tanto a nuestra cotidianeidad que, la Virgen, terminó siendo una más de nuestra relación, que ya era todo un trío. Lupe, con el tiempo, empezó a celarla. Yo le dije: ¡frénate mi guapa con la jeringa!

Luego que se calmó:

- ¡Con la Virgen NO! -Le recalqué, "a la enferma ésta" ¡pues que ya no se puede contigo, gitana loca! (éste último párrafo está demás) quizá un Óle no estaría mal. Vemos.

Para que se entendiera nuestra triada. La Virgen nos protegería contra las habladurías de las propias filas de la falange, -total, íbamos a huir-, y en todo lo que proyectábamos, era un estar eterno bajo un presente sentir.

Una noche, los dos, muy mareados, escuchando Amanecer en Cegama en nuestro cuarto, afuera volaban los chirris. Las palabras de Lupe salían mareadas en un lenguaje ondulante que, a distinto tono y tenor, podían significar una u otra cosa. No importándonos el significar de nada, nos principiaba el gustar, escucharnos en ese blasfemar de yonquis lejos de los caravinagres. Cuando Lupe se la monta de caballo, yo (pone la mano en su pecho) la amo más, -Debo agregar; -no sé, era mi amor iracundo. -Él, que hablaba con la Virgen, puesto de caballo-. ¡Y le decía lo que pensaba! Y eso me gustaba porque la Virgen nos escuchaba, y ella, Lupe, dijo luego, -Pude comprender la mirada de la Virgen, según dijo. Le transmitía una finalísima calma, dejándola tendida sobre la cama, toda desnuda.

Teníamos los muebles y nos íbamos a casar por la Iglesia de los Milagros. Era el sueño español de Lupe y el mío. Éramos muy jóvenes. Lupe tenía 16 grados y yo 18 grados. Queríamos vivir la aventura de la falange. Dejaríamos todo. Nuestras familias nos saludarían en el andén. Lupe era ya mi piel, y tatuada en ella Detente Bala. Ir a una guerra, íbamos a defender nuestra enjundia, y ser partes, de los salvadores de nuestro lenguaje ibérico. Nos casaríamos: ¡Sí!, pero luego de haber pasado todas las peripecias. Elegimos la guerra. Nuestro triángulo de fe: la guerra, la virgen y la salud de nuestro generalísimo. Por esas banderas íbamos a pelear, y nuestra fe sería nuestro escudo y espada.

La trinchera que le tocó a Lupe no se veía muy bien armada para la defensa. Había una fosa cavada con zapa, había dos hileras de bolsas de altura y veinte de los nuestros soportando las balas republicanas, porque ellos, estaban divididos, y se estaban matando, mientras nosotros los matábamos a ellos, pero era insoportable luchar contra dos bandos que entre sí se pelean, -Dicen por lo bajo, los gauchos: "los devoran los afuera". Yo dudé en decírselo a su superior, entonces rompí las reglas a pesar del castigo y los latigazos. Salvé a Lupe de las balas republicanas. Puse, una bolsa más de arena sobre el montón donde ella se ubicaba. Fue la bolsa quien la protegió. Se lo pedí a la Virgen, y la Virgen estuvo ahí. Luego pudimos serpear esa batalla perdida. Los demás murieron acribillados.

Recuperamos el ferrocarril. Yo, tenía un balazo de arcabuz en el brazo izquierdo que sangraba a chorros. Lupe me echaría whisky en la herida, a la vez me besaría apasionadamente como en las películas donde al tipo lo hieren y la chica lo cura. Hay mil versiones, esta es otra. En fin, llegamos a Pamplona con los fusiles en alto y de los balcones nos saludaban con flores y pañuelos las mujeres más bellas de toda la España Negra. En Jaén fuimos venerados con manjares andaluces, las jeringas aparecieron por la ruta de Algeciras mientras todo lo demás pasaba y debía seguir pasando hasta que llegaran por la ruta de Algeciras. (No se puede editar) Llegaron en un contendedor. Dentro del mismo una carta de puño y letra del generalísimo. Llenamos de lágrimas el tiesto que envolvía las jeringas. El generalísimo nos emocionaba así. Con caballo a destino, si salíamos triunfantes.

Fueron cinco años en el África. Lupe, al poco tiempo tuvo, problemas con el agua contaminada y pescó una enfermedad intestinal. Debilitó tanto, agarró malaria y desvaneció sobre mis brazos. Murió en dos tiritares en la cama, embarazada de su fusil, con la Virgen sobre su cuerpo. Yo, quería matarme. No podía soportar la vida sin Lupe.

Todo lo que a partir de ese momento hice: desde caminar, hasta torturar, lo hice por inercia. (acá llora el chabón que lo dice)

Mi sentido en la guerra es Lupe y la Virgen... y la salud del generalísimo. La guerra sola no me servía. La guerra sola se manifestaba con toda la crueldad de la pérdida. A partir de la muerte de Lupe, nuestra célula se debilitó de fe. Quedaron: Ismael y Víctor, enloquecidos. Con los ojos abiertos las 24 hs. La cofia, que nos daba cierto valor estético, nos caía sobre la frente. Pesábamos menos de la mitad de cuando victoriosos caminábamos las calles de Pamplona erguidos por el orgullo y dispuestos a cien guerras más. No hay adrenalina más ominosa y seductora como el frente de batalla. Éramos adictos al riesgo. Nos hicieron de riesgo. Por España. (acá se tendría que parar el público, aplaudir si da, vos fíjate).

Quiero contar algunos detalles de La batalla de Algeciras.

Mi padre español me dijo una vez:

"Tu abuelo peleó en Algeciras defendiendo desde Tánger el territorio que nos quisieron arrebatar los moros. Peleó con un fusil apuntándole a una bandada de encofiados. Tenía 25 años, lo mandaron a defender España. Tu abuelo murió de un bayonetazo por la espalda en la batalla de Algeciras. Ya llorando, mi padre español continuó: tenía una mochila marrón con sus provisiones y un casco como un plato de guisa. Cuando lo encontraron muerto, el casco plato estaba tirado al lado de su cabeza, con un orificio de bala", dijo Mi Padre Español, embalado con el relato. Y continuó: "yo, tenía 8 años, y ésta es la cascarita de la mollera de cuando él era chico, me le dio madre", dijo en la cama, Padre español, deteriorado por el relato que lo disminuía hacia una languidez desapareciente. (acá el público debería llorar, ostias)

Por determinadas situaciones intangibles a la mente, el enrulamiento de los bucles morenos de pensamiento le llegan a uno, de un pasado inventado por el narrador de la obra. Y el único espectador de la obra era yo. En una confesión inentendible en ese momento, que dejé pasar, pero retuve hasta el día de hoy, en la cárcel de Pamplona. Salí de la cárcel, doce años luego que aprobaran la última amnistía a los harapientos de las falanges africanas. El desierto almibarado por el sol de Extremadura. Sin Lupe, La Virgen me había abandonado. El generalísimo estaba en los cielos descansando en el panteón de los justos. La libertad era una desolación.