Crónicas del subsuelo: Destartalado

Crónicas del subsuelo: Destartalado

Por:Marcelo Padilla

 Hay una casita patibularia que orbita al centro. El sol ha desaparecido por una espeluznante marejada iracunda. Quienes habitan los contornos del mapa, presienten, tiritando como un temblor, la inminencia de algo que no se sabe... Ni tan siquiera su nombre. Ha ocurrido un evento extraordinario: del centro del mapa, briosa, se mantiene una llama con enjundia. Puedo observar, dijo Abel, las migajas que caen de los platos de los faquires que pernoctan debajo del puente. Despavoridos por el fuego, corren como hormigas saliendo de un escondite de catacumbas, diezmados, con los cuerpos mutilados. Y que algunos, solo algunos, llegan enteros a la punta del mapa que da a la pared sur del consultorio. Una ola de fuego toma el mapa, y la casa que orbita al centro se prende toda entera. Arde la noche iluminando el extinto atlas. No hay ballenas, tampoco hay grandes cetáceos que soportar en el naufragio. Sobre palitos, dijo Abel, me retuve en el Trafalgar, luego pude amarrar unos alambres al hocico de un barco a la deriva.

- ¡Por ésto me salvé! (haciendo una seña con la junta de sus dedos) Indicó Abel.

Yo lo escuchaba atentamente en la clínica. Habíamos tenido una sesión la semana pasada, no obstante, Abel quiso que nos viéramos otro día no coincidente con nuestro plan de tratamiento de su distrofia. Abel relataba sus construcciones mentales, luego de una supuesta decadencia inaccesible para la cura de un ignoto habitante del mundo desconocido.

-Abel, le escucho... Usted ha referido lo de la casa ¿Es la casa de alguien?

Abel no escucha, Abel es una voz sola deshabitada de carne. Como un hombre hueco por dentro al que solo las ordenes de un dispositivo le arrancan palabras, voces que dicen cosas y repiten nombres desconocidos.

- ¿De quiénes habla Abel, podría decirme quiénes son esas personas a las que usted se refiere? Mientras, el morrudo de Abel, yace en el sillón boca arriba, sin parpadear, como un títere abandonado. Sus ojos son dos bolas de fuego cuando habla y sus miembros tienen cortadas sus extremidades. Sin manos y sin pies, perdido en las marras de altamar, Abel nadó -según me cuenta y he anotado- dos mil quinientos kilómetros amputado. Ni él sabe qué partes del cuerpo le faltan.

Por unas olas llegó a una costa hambrienta de madrugada. La lengua por un lado y la voz por otra, Abel, estaba destartalado. Por eso ahora lo nombraré Destartalado.

Destartalado había estado una vez, que luego fueron tres porque volvió a probar con su destartale, y en la tercera pasó lo que les narré al inicio.

***

Destartale pisó el palito y cayó de jeta sobre el polvo. Los viejos y las viejas se le reían cuando lo vieron en el piso agrio. Le hicieron un corral para que no se escapara. El barrio entero, donde Destartale vivía, lo tomó como una gallina clueca. Destartale no se había dado cuenta que tenía unas alas viejas, marrones, de gallina usada. Se tocó con un muñón el pico y empezó a cacarear para que le den comida. Los niños le tiraban restos de lo que sobraba en sus casas. Destartale aprovechaba y se alimentaba. No bien se hizo la noche llegó un zorro al corral. Destartale lo vio. El zorro se clavó en la puerta del corral, como esperándolo, con los ojos iluminados de verde. Destartale abrió la tranquerita y le metió una patada en la cabeza y dejó al zorro como un peluche muerto. Un ojo rodó, verde, por la calle azul de la noche. Salió del corral bataclaneando como una gallina. Con pasitos cortos, pero aprisa. En la esquina lo esperaban unos niños con hachas y palos para domarlo. Destartale no supo qué hacer y los pasó por encima entre volando y cacareando. Los niños se asustaron. Destartale se había salvado de la decapitación.

***

No bien paso las construcciones aéreas, me fijo detenidamente en un punto ciego. Lo inaudito sucedió, el punto ciego me estaba mirando de reojo primero, luego como si me estuviera vigilando dejó la mirada de costado para que yo no me diera cuenta, dijo Abel. Creo que tenía una pústula, no estoy del todo seguro, en la frente. Algo como una protuberancia le salía del costado del punto ciego. No podía entender cómo un punto, un único punto, pudo llegar a ciego. Yo me puse muy nervioso, lo escruté, le pregunté qué miraba y no dijo nada, y entonces saqué un tenedor de la cocina y se lo clavé. El punto ciego sangraba como una regadora. Esperé que se vaciara de sangre, vi que la pústula cedió de tamaño. Una buena, dije, dijo Abel.

En las miasmas de la ciudad ocurrió un hecho espeluzne, raras situaciones empezaron a manifestarse. Se materializaban los pensamientos a medida que los paría, no supe qué hacer con tantos objetos y animales que brotaban de mi pensamiento, dijo Abel. Como ideas platónicas que luego se aristotelizaban en entidades extrañísimas, reafirmó. Vi un gran oso mudo que se paraba ante mí, dejé de pensar para salvar mi horripilante vida. Tuve suerte. La operación mental funcionó, pero el pavor que me ha quedado no me lo quita nadie. Al oso lo maté por desconexión mental. Quedó ahí, tirado frente a mí. Era inmenso el bicho, si me agarraba me devoraba en partes, menos mal que pude dejar la mente en blanco y pensar en Yoli, que, si estaba leyendo ese libro que le presté, un libro pesado y negro, voluminoso, todo ilustrado por conciencias diabólicas, yo podía zafar de esta tortuosa reminiscencia. Yoli lo hojeaba. El gato a sus pies le lamía los cayos. A pesar de ello no volví a ver a Yoli más que en ese pensamiento. Es más, estaría en condiciones de afirmar, dijo Abel mirando el techo, que Yoli no existe, que no existió jamás a pesar de ligarla a situaciones costumbristas de vecina antigua. El esposo de Yoli es el que una vez recibió un año nuevo a los tiros. El año nuevo materializado en una entidad famélica lo aplastó con todos sus meses, el esposo de Yoli le descargó la 45 sobre su calendario. Si bien el tipo quedó hecho una babosa hedionda en el piso de baldosas, murieron varios meses, otros quedaron severamente heridos, los meses del invierno se salvaron de pura casualidad. El año estaba perdido, dijo Abel, compungido.

Es más, dijo Abel, si yo ahora mismo lo apagara a usted, o lo desconectara del enchufe, usted desaparecería como consulto, o por lo menos quedaría desinflado en la oficina. Y yo me iría a las risotadas mirándolo, pensando cómo una persona estudiada puede derrumbarse en tan poco tiempo, porque lo noto extraño debo decirle, dijo Abel. Me he topado con muchos analistas, sé cómo son, sé lo que persiguen, sé lo que guardan en sus ropajes, y así hundiría mis manos en sus bolsillos para encontrar esa carta que usted dijo le dejó el esposo de Yoli antes de ser atendido. Usted me entiende doctor ¿no? Ocurrió una noche de verano muy calurosa. El cielo parecía una pintura por lo quieta. No corría un solo viento. Solo el bullicio de las casas advertía que el año estaba llegando, cuando de golpe se escucharon los disparos. Los muñecos salieron a las calles disfrazados de sus dueños, no sabía uno a quién dirigirle la queja, estaban todos borrachos.

¡Feliz año nuevo, Feliz año nuevo! gritaba el esposo de Yoli disparando al aire, dijo Abel. ¡Feliz año nuevo, dije, carajo! Y así, a los cuatro vientos, como si el hombre estuviera peleando con alguien o discutiendo. Lo escuchaba sin verlo porque nos dividía una pared tan gruesa que parecía que todo ocurría en una radio. Escuché unas publicidades de fin de año, unas viejas que habían quedado pactadas por más que el año nuevo hubiera aparecido. Es la radio, es la radio, pensé por un momento. Las gallinas escondidas salieron de las casas a lo locas, el barrio se llenó de esas aves comestibles que alguna vez se rebelaron en las bocas de sus futuros comensales, picoteando las caras de la gente, los gurrumines que no entendían nada y querían jugar fueron atendidos en el hospital de niños que por esas horas estaba abarrotado de chiquilines con petardos incrustados en los ojos. Era un espanto el hospital. Era un espanto el año nuevo, eran un espanto los vecinos. Y las gallinas y los niños, y los ancianos en soportes de caño para no caerse y poder mirar los fuegos artificiales. Los viejos miraban hacia las estrellas que se confundían con las luces que explotaban en el aire, algunos se cayeron de tanto estirar el cogote, y se desnucaron, dijo Abel.

Marcelo Padilla