Crónicas del subsuelo: Cosa de negros

Crónicas del subsuelo: Cosa de negros

Por:Marcelo Padilla

 En cierta oportunidad de esas que no se interrumpen, bajaron dos familias de antílopes por La Cuesta del Mercurio a eso de las cuatro de la madrugada. El cielo era un abismo altísimo de estrellas nítidas. Sus hilos mecían la noche. La llanura desglosaba su cueca iracunda a la espera de las plañideras de Córcega, quienes llegarían al oficio en la capilla, donde no hay cura ni salvación. De cualquier manera, la infraestructura era adecuada para alojar a las dos familias de bichos punzones que despeñaban suavemente sobre la nieve. Las plañideras partieron en barco desde Catania a las dos y cuarto de la tarde y, como los barcos venían a tope para el responso, tuvieron que retrasar como un mes y medio el entierro.

El tráfico por el atlántico era infernal. Lo cual nos dice, si interpretamos el acto del venir:

"Preparen el charqui y la balaustrada, para que resbalen los hijos de los antílopes. ¡Está media loquinga la cría! ¿Por la bosta de vaca que comieron en el llano la vez pasada?"

Hubo vez pasada.

La vez pasada, supo ser también una aceleración del vértigo. Mingo Catingo, de extracción anarquista, fue ordenado voluntario de corso para la extracción de sangre nativa, por si los antílopes y las plañideras precisaran transfusión en algún momento. Mingo Catingo, lúser que destilaba alcohol y sangre (Le sobraba, decían en el pueblo) sería el proveedor para los secos del interior que con sus blasones resbalaban por las rocas. En el estómago, Mingo, tenía injertada una cantimplora con Ajenjo. En la tráquea, otra de pura sangre. Mingo Catingo era -de y un- pura sangre. O mejor, para despejar dudas, un pura sangre mezclado con alcohol gaditano que enviaban las comparsas de Cádiz, luego de los festejos del Rey Momo, quien es de recibir a los visitantes en la arcada principal del puerto; todo borracho el Rey verde.

Allí, en La Plaza de la Buena Voluntad, alistaron las tropas para el corso. Desubicadísimos los tipos de armas se pusieron en bolainas. Debían estar preparados para recibir a los negritos de los gomones que salieron de una pelopincho africana y siguieron con una goma de Bedford, hasta Tánger. Brújula no tenían. Ellos querían desembarcar en Lampedussa. Como demoraban, los tipos de armas creyeron se trataba de una táctica distractora. Como toda escritura distractora, los negritos de las gomas se perdieron dos días bajo tormentas celosas.

Los tipos de armas se vistieron, embolados de estar en bolainas.

Alegre -el negrito que no podía llorar- húbose perdido en el mar una mañana boreal. Pobre negrito Alegre perdido en el Mar Negro, dijo uno por ahí, lamiéndose sus llagas. Es de esperar se le hagan costras, deje de rascarse la llaga que después le amputan el brazo si sigue con la uña meta rasquete, escuchaba uno por ahí, en un eco de montaña, repiqueteando esa voz en tajeaduras de entre los cardos.

***

Alegre desapareció de golpe en el mar tras Las olas de cachemira, y los negritos de la goma Bedford, mientras Alegre hundía y hundía su cuerpo, flotaban haciendo un rulo en el agua. Sed, hambre, depravación en alta mar. Avistaron tierra luego de las lujurias, pero fue un espejismo que los dejó en fracaso. El mar los convocó mar adentro y alejó de las costas por varios kilómetros. Los helicópteros de rescate detectaron el gomón negro, pero, como ya se había cumplido el horario de trabajo, los pilotos dejaron a los artefactos volando en el aire. Los pilotos se tiraron en paracaídas en la zona de la aguada, pegada a las dunas. Fallecieron ambos y tuvieron una pena. Como en un parto salió de los pilotos una penita. Uno se hizo madre y el otro padre de la pena. Vivieron felices en una cueva los cuatro: piloto padre, pilota madre y la penita recién nacida; con un gatito que encontraron.

***

Alegre tenía un cagazo tremendo. Literalmente se cagó encima. Lleno de agua en el mar, su mierda flotó flácida, soretito de negro por el mar suelto. Alegre, el propietario del ano negro, siguió cagando en el mar. Los soretitos del negro formaron un octaedro perfecto que aplaudieron los romanos que andaban por ahí, en unas mansas embarcaciones. Lo subieron al buque. Negrito Alegre fue cazado por romanos. Dijeron.

Alegre estaba alegre.

***

En otra oportunidad, vino la demencia. Austera y sepulcral demencia que sabe a miel de esperma de la que no se puede decir más que sirvió para la claustrofobia de los que luego de aquella vez se hicieron vampiros negros. Y los negritos de los gomones, vampiritos negros de fina estampa. De frac. Todos ellos negritos de frac negro. El cielo dejó a las estrellas en otro planeta y se enlutó de negro. Alegre, negro de mi corazón negro, de tiza negra.

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Mingo Catingo resultó buchón de la taquería negra. Salieron dos cobanis luego del vomitón de Mingo, vestidos de uniforme. Con armas de alto calibre llenas de balas negras. Si por esas casualidades, alguno de los que lea lo que aquí se cuenta, llega a ver a ese traidor de negros, tírenle agua de pozo o de cuneta, con barro negro. No importa que los bulbos de hinojo broten manchados de lodo negro. Crecen igual, con el agua efímera que deja en la altura por la humedad el zonda negro. El rocío, tibio al sol en las formaciones rocosas donde anidan cóndores negros. Las águilas negras, oteando cuerpos desde el aire, formando un precioso círculo de aves de rapiña negra. Sintiendo el hedor del muerto, pero antes, pispiando la agonía para dejarse caer a pique sobre los cuerpos negros.

***

"A esos negros ni sangre negra", dijo Mingo Catingo, transfusor de sangre de negros.

El mar amainó el oleaje. Sobre los mástiles de las embarcaciones y en forma de cruz, se alojaban las aves negras. De viejo escarpelo oscuro para la ocasión por si las deudas negras.

***

Mingo no quiso lola, y decidió de golpe y porrazo remedar ese quilombo negro en el que se había metido. Arqueó hacia atrás la espalda con su cabeza de vincha negra. Los de las armas dormían por el vino negro, hediondo, pesado. Mingo Catinga los desolló con el cortaplumas negro que tenía entre las ropas. Fueron doce taqueros con la tráquea abierta, en una lagunita que se fue formando de sangrecita negra, primero roja pero luego negra. Después costra y llaga de nuevo. Rascábase Mingo Catingo por picazones ajenas el cuerpo propio de un negro. Fue hasta el muelle, con el largavistas divisó al menos dos negros, uno, más negro que el otro. Azabache uno, Funeral el otro. A Azabache lo cargó en un brazo y hombro. Se manchó de negro. A Funeral lo dejó flotando, yéndose mar adentro, chupado por el pozo negro.

***

El albanecer nació de blanco. Estrujaron las nubes negras su última tinta. Nacieron pájaros de la nada en el aire de un cielo prístino. Azul gradual hacia blanco nube, hacia el blanco leche. Las cosas se limpiaron a tal punto que nadie jamás nombró la palabra negro. En su cancelación, la palabra negro no sabía dónde decirse, ni tan siquiera dónde escribirse. Húbose declarado maldición el negro y su palabra. Su decir negro en el palabrear de negro. La primera cárcel para palabras negras se hizo allí. Nació la condena y el sacrificio negro para salvar las almas blancas que alguna vez gozaron del negro. Y del negro se alimentaron de la sangre roja. Fundiéndose en ese color hijo del negro y el rojo. ¡Cuántas almitas blancas de ahora en más han de salvarse!

***

Cuestión que las dos familias de antílopes que bajaron de La Cuesta del Mercurio, resbalándose, fueron esperadas con un hambre de negros. Todo el pueblo se abalanzó sobre los bichos y sus crías. Con cuchillos caseros y palancas con punta destrozaron a los animales alicaídos en el piso. Comieron todos, y llenos de sangre negra rezaron jarchas al cielo blanco. El negrito Alegre estaba alegre. Fue adoptado por una familia blanca que todo lo tenía de blanco. Y el negrito resaltó en la nueva casa. Alegre, como su nombre negro.