Crónicas del subsuelo: Año nuevo en Linternaia

Crónicas del subsuelo: Año nuevo en Linternaia

Por:Marcelo Padilla

 La ciudad de Linternaia había quedado sin luz, fósforos ni velas duraron. La triza se hizo noche de golpe en la región toda y Malasya recibía a partir de las ocho de la tarde-noche a miles de emigrados como si cambiarse de cama se tratase. Eran miles de miles, por goteo asaltante. En pocos meses, el apagón produjo que la población de Malasya aumentara adjetivamente. Sustantivamente con perritos y gatos, y alguno que otro bicho raro: loros y catas que reproducían en un idioma indescifrable las palabras prohibidas, familias enteras desfilaban a paso lento por El Río de los Juanetes en parte rancia que no agota por el escarceo de las rocas que blindan y hacen pozo y desmonte de agua salivosa. No es peligroso el cruce, sin embargo de noche, las corrientes subterráneas suelen producir descargas de electricidad acuática por mal procesamiento interior del esofágico escalpelo que truja al más despierto. La "cosa" mal, luego hacia arriba, si electrifican una pata o dos, de perro -o de ser humano-; en fin, se la jugaron familias y soledades errantes enteras, ciegos y viejecitas de cofia con sus canarios en jaula. Niños desdentados rumiando latas de atún vencidas por la durantía.

Almibarados por la última lengua del atardecer anterior, Casio y Silicio se ahogan a la altura del muelle desprendido del desierto, y en la gira, amarrados por los cortaplumas de enero, las que salen como plaga de los charcos de lluvia, aquilatan la muerte sin el espanto de gritos. "Los que se ahogan, se ahogan... pecho", dijo el único que habló en la última sesión de acupuntura, antes del ocaso de las centrales termoeléctricas del patio del Conde, donde saben que "si se corta", no les cuesta nada desenchufar y volver a enchufar, me cago, que no es tan difícil, la puta madre que los parió. La maquinita no funcaba ni a palos para que todo volviera a cierta normalidad pero iba demorar lo que en un momento eran chauchas para acomodar en la cesta con las naranjas y las bananas, ciruelas rechonchonas y moscosas y las uvas que no están, de tan verdes amuradas y serpenteantes en la pilastra de alabastro que el alcalde de la ciudad -a oscuras- hizo construir para la inauguración de los años, que iban por el ocho mil y pico.

Los buques de hielo se desplazaban sombreados por las llamas de la cocina que hubo de explotar luego del mal uso de las hornallas, porque el tipo lo dijo, Silicio específicamente, que "la chica no andaba bien y perdía gas". Que quedaba anulada y que las otras tres grandes sí funcionaban, con normalidad hepática. En fin, la gente es de olvidarse de tantos consejos e indicaciones, hasta que ese día explotó toda la cocina con las papas fritándose. Y el barrio era un durazno de fuego frente a las luminarias de Malasya que con drones emanados de La Central de Quemazones por Accidentes Domésticos resplandecía la monstruosa noche de Linternaia.

La China Mesopotámica mandó helicópteros de agua que estallaban en el cielo de la ciudad lóbrega. Una lluvia de vez en cuando por cada helicóptero le hacía bien a las cocinas prendidas fuego y a las gentes que en La Plaza Mayor detenían su paso para tirarse al piso como estrellas y así aliviar el siniestro. Cremas en potes nivea volaban de aviones cazabombarderos con platsul a la vuelta. Aceites olívicos sopleteaban a los más dañados por las lenguas de fuego y, para los quemados por las papas fritas, tomates partidos en dos, de los grandes redondos, no perita. Así las cosas, los chinos, más vivos que la mierda, se ocuparon de las curaciones de piel. Chotos no eran. Cuando vieron el quilombo de ciudadanos de Linternaia que pasaban y pasaban hacia Malasya, los chinos se avivaron y pensaron que sería mejor aumentar la población de Malasya para que tuviera más problemas de organización social y mal tufo de religiones recónditas. La idea fue, entonces, dejar a Linternaia liberada y así invadirla de chinos traídos de china. Pero ese es otro tema de geopolítica que no viene al caso. Lo cierto es que por El Río de los Juanetes, los pobladores pasaban así, como les cuento. El que se daba vuelta quedaba hecho sal como la estatua de Sodoma. De Gomorra ni hablemos porque es otro tema. Las papas fritas negras en las cocinas, hedionda la ciudad recibiendo al nuevo año, y el fatídico de cabezas alveoladas por la lluvia, con la naricita dark esnifando líneas de barcos rusos que, como perros que se los están culiando, se acercaban haciéndose los chotitos, a ver si picoteaban algo en el bardo. El año había empezado así en las comarcas. Mal. Para el orto.

-"A mí no me vengas a palmear la espalda ahora que estamos en el horno", le dijo un ciudadano emperifollado de traje con sombrero, a un ruso que pasaba comiendo manzanas de una bolsa. "A mí no me la contés soviético comechingón del culo. ¿A qué vienen ahora si ya llegaron los chinos primero? ¿Ah?"-: tomatelá que llamo a los violines de Maceió, dale, hacéme el favor ruso invasor y la puta madre que te parió-.

El militar ruso se mostró lívido ante los apures del caballero de la barra brava de Linternaia, el mandamás de la hinchada del único equipo de futbol que había en la ciudad. -¿Vos sos de la doce?-, preguntó el ruso con la bolsa de manzanas a la mitad. -Porque si sos de la doce te iba a pedir que me llevaras a la cancha. Hace mucho que no veo un partido-, le dijo el ruso manteniendo una charla absurda, como para zafar, cagadísimo en la patas. "Ningún partido, ruso, sos boleta, comunista"...- :"Pero... si ya no somos más comunistas", acotó el ruso con la cabeza gacha y actitud de reprendido. "Ahh no sé yo, son rusos, y punto". Cuando llegaron los violines de Maceió, 15 eran, todos con la camiseta del equipo, y un bombo al que golpeaban con las manos, el ruso se desmayó, y así lánguido y todo fue sodomizado por los muchachos que terminaron de festín en pleno año nuevo en la Plaza Mayor de Linternaia. -"Shuuuta la payasaá"-, dijo un chileno que pasaba con dos bolsas de Falabella camino hacia el malecón.

Marcelo Padilla