Prontamente las primeras granadas, Almíbar Parquía se ubicó debajo de la mesa de dos patas para protegerse. Las casas y los baños resistían. No había un solo mote saliera de la boca al intentar nombrar al otro. Ya por oscuridad, ya por mudez.
Nadie decía nada, porque nada es nadie en el decir. O sea, una lengua que se piensa y no se dice.
Cuando cayeron las segundas, el vecino Clauss pre infartó. No pudo soportar el peso del techo y desvaneció sobre la reja del balconcillo. Colgado quedó cual ropa tendida. Con tan mala suerte... resbaló desde un piso alto, el 14 era. Desde esa altura, embolsado en bata a sus aires, la silueta de Clauss no terminaba de caer.
Y no terminar de caer es, de alguna guisa, salvarse.
Instante de la caída del susto. Pues viboreaba con el viento. Se perdía Clauss. La bruma azul le envolvía con vaya a saber qué pensamientos sobre Almíbar Parquía. Era cuestión de santiamenes, a tal punto, nunca lo vimos en el piso.
Ella lo celó, luego extrañó, preguntó en todas las iglesias y en todos los prostíbulos ¡dónde! estaba vecino Clauss. Si en Miramar o Myanmar.
-: Dónde -para ella-. Dice, "estás, amor", de mi vida. Sollozaba en su deshabituación, sobre la cama que ya no estaba: la bella, apuesta, elegantísimamente gótica, Santa de Almíbar Parquía. A quien venerase él todas las mañanas. Puchito en la cama, abrazados.
Mirando el ventanal: un mar proyectado sobre la pared de su pensión.
- ¡Amor pirata! Cantó uno, y dijo, entonando: nosotros somos/un amor/pirata. Lo dijo el Capitán ni bien desembarcó. Lo hizo. Desembarazó a su panzonas. No nació nadie, por la suerte del capitán y sus niños porvenires.
¡Menos mal! Se escuchó, repiqueteando en las paredes oscilantes.
Algunos cuentan, dicen: "Clauss no murió, cayó sobre unas telas firmes de carpa de camiones, que del 7mo le amortiguaron la caída y en el 2do, ya quedaría encima de los lienzos, a salvo. Si bien era flaco como un lápiz negro, el viejo Claus pesaba no menos de 70 kilos. Medía un metro ochenta y sus huesos más bien pesados, densos por la gravidez, se habrían salvado, "se habrían".
Ver: Crónicas del subsuelo: Ingrávido por la sombra
Para cualquier caso no vimos más al viejo Clauss. La bruma ofició de velo y esa muerte anunciada no pudo ser contrastada, ni foto ni testimonio (ninini). El rumor alimentó al mito. Como suele suceder. El mito tragó rumores y creció ominosamente ante la despavorida plaza de entes (antes entes) La desaparición de un insignificante tornó a esfinge demente en la clientela de los mercados, donde, siempre, iban a no buscarlo. El mundo que rodeaba a Clauss era un mundo que le huía, y él, lo notaba.
Vaya si no.
El cuerpo nunca apareció desaparecido y, de las teorías que se tejieron -algunas absurdas, otras moderadamente creíbles- la que más generó cierta fiabilidad fue la de la migración del alma por bruma y viento. La desposesión de este mundo (hecho maltrecho, y caro a la conciencia de la realidad) hubo revelado cierto parecido al desaparecido. Buena posibilidad del pensar, no olvidar jamás al viejo Clauss; al menos pensarle vivo en otra esfera, en otros cilindros, con gente nueva le dispensara el cariño que había perdido en los tachos, cuando el calor arreciaba con 45 retro grados. Pequeño poblado. Retablo. Hasta las miniaturas no se ven.
Los tachos. De niño, el viejo Clauss (el bufoncito) gustaba zambullirse en los tachos repletos de agua fresca de la canilla. La manguera hinchada por el agua, y blanda por el fuego. Los tachos en la sombra del refugio anti sol. La sombra de los tachos corta la resolana en la siesta. La palangana que usaba de niño para ver de noche, a media agua, la filigranía de la luna. Tipitos caminaban por encima de ella, en ese redondel de plata. Tipitos con casco de astronautas, que no vio por televisión porque no tenía, pero sí por la palangana, que reflejaba por las noches abiertas ese misterio. El misterio de la luna. El misterio de la palangana de acero inoxidable donde flotaba un pistilo, apenas, traído por el viento.
Ya no correría el céfiro. Y así la luna suspendía su mecer. Alucinógena luna infantil tras la lectura del agua, en espejo, bajo la noche oscura y tímidamente fresca.
Cansado de mentir verdades. Mentiras síntomas, sus verdades nerviosas, decires de agotamiento. Clauss acusado de crimen y castigo. Acusado Clauss, el genterío blasfemaba. Sobre Clauss y sus tachos de su primera infancia: Ya de chico le ocurría que las lenguas decían a su alrededor cosas que nunca pudo retener, tal vez para sobrevivir, en ese intento de renunciar al todo del abandono dispensado por los propios abandonadores. No muchos lo conocieron, pero sí pocos le terminaron empujando.
El corazón es chico. La casa es grande. Pero a él gustaba repetir el chiste: "pasen, pasen, que la casa es chica y el corazón también". Ni una mueca de Los espectrales. Porque de Los espectrales tuvo que huir de tan pegoteado por los dulces de payaso que le daban, para nuevos números de bufoncito ansioso. Como bufoncito ansioso iba por las talanqueras de adoquín, saltando a lo Don Bosco en los bares y en las casas de masajes descansaba con unas copas boca abajo. Hervía el silencio en el pavimento. Hervía el bufoncito rojo de albanecer. Que, a puro tilo de tinto, supo encadenar a más de una cabra en sus numeritos de tolderías.
Vivía de viejo en un retablo. De tan pequeño su mundo. De tan sigiloso y, obsesivo de soledad, moría, fuera del retablo. Cara augusta, bigotes anchoas, perla le colgaba de aro, y cadena de ascensorista que se pierde por los andurriales de panza abajo. Sonando esa maldita música de nuevo. La misma tintineó cuando volaba el viejo Clauss. Puesta por la corona, en homenaje anticipado a los suicidas (porque de salud no se podía hablar, solo para brindar con las copas, se nombraba la palabra SALUD)
Clauss, en su poblado, aprendió a vivir y sacarle provecho a la enfermedad. Que contagiosa e invisible, sorprendía a los paisanos en los bosques, a las damas en sus camastros, a los niños en los toboganes. Todos terminarían como el viejo Clauss, hechos ropa tendida sobre los balcones de los nichos, donde nunca encontró a su facker, que según decían, anidaba por allí, en cementerio de mala muerte y de buena vida. Sin cruces, sin nombre, sin tierra.
Su boca, quiere pronunciar el silencio. Una pared, dice, a pesar de su sombra:
(Por la autopista, junto al mar, Hay gitanos)
No se toca el cadáver del ausente. Lo dejan ser montoncito de polvo.
Imaginaba, Lápida dijera: ya morí. Imaginaba gusanos adictos a la carne. Imaginaba, antes le avizoraran de su muerte, ya producida, cosas, situaciones inmaculadamente delicosas y belicadas. Mataco, obstinado, renunció Clauss a su muerte. Pegó una mortadela de vida. Un rato, no más. Luego imaginó el instante que estaba pisando. Agggg, pudo decir en el vaciamiento. Igualito cayó del balcón.... al pozo cayó.
Destinos de pozos y vacíos, decían, lenguaraces.
Ver: Crónicas del subsuelo: El conquistador, el bulto y el indio alegre
Almíbar Parquía rezongaba rincones. Ellos devolvían su queja por la sombra, que hablaba por ella. Ella calló lo que nunca pensó decir. Por las dudas, rezongo, se le oyó. Ataviada con capa larga que arrastraba hojas anticipadas del otoño, en Marlebranch, suele cambiar el estacionamiento. De a manadas, la sociedad móvil alemana que escapa de las bombas aliadas, otra vez. Almíbar Parquía era italiana, pero las bombas le caían en el patio alemán: ropa tendida, calzones de harapientos, medias y ropa interior BDSM para en las catreras atarse. Hinca su cabeza Almíbar Parquía sobre el vientre de Clauss. Como un pájaro loco succiona toda su Alemania de años. Por la gracia de dios ella embaraza de él y él siente mariposas hormonales de sur. Se amaban cristo y su virgen. No bien ha flameado el cuerpo de él, ella lo atrapa con su capa. Lo envuelve y lo ata a su espalda. Camina kilómetros por el desierto beduino. Las azarosas forman un túnel de colores ideográficos. Por ahí entran, sin agua. Chupan de los troncos, comen de las ramas. Forman una familia nómade y Clauss, se hace judío para viajar a los Kibutz. Lleva con él a Almíbar Parquía, orgullosa de tocar muros desde niña.
***
-: Buenas tardes, no somos judíos de sangre, pero sí de papeles. Venimos a colaborar con la nación. Ella (señala con el dedo a Almíbar) es profeta.
-: Abarajame la bañera, dice el Conserje del Estado de Israel.
-: Abarajame, repitió, con un gesto religioso, viejo Clauss.
¿Nada más?, preguntó Almíbar. -: No gordi, nada más, estamos adentro-, le dice suave, viejo Clauss, pisando el primer punto de frontera. La barba le llegaba hasta el pecho. En ella guardaba unos hongos que consumirían en el Kibutz con Almíbar.
-: ¡Re plan!, dijo un moishe, acomodándose la estofa. ¿Tienen vestidos? Preguntó el judío conserje.
- No, no trajimos, solo estamos con lo puesto. ¡Qué! ¿No se ve? Perdón ¿Habrá alguna casa de venta de ropajes para ser más judío todavía?
Abarajame a la derecha, después abarajame a la izquierda, de ahí manejate chabón. Respondió ofuscado, el judío. Que fue errante, pero se quedó en un negocio a morir de judío permanente. ("telas, venden los moros", dijo por lo bajo cuchicheando) vendiendo Bayespirinas para el bocio.
***
Las concesiones a la palabra, hechos de concesiones, palabras aun no pronunciadas porque el puñal no ha sido clavado. Entonces, nadie dijo absolutamente nada. Clauss y Almíbar Parquía salieron de kimono de un barsucho. Bebieron. Agua de floreros bebieron. Crecieron en ellos flores iracundas, carnívoras. Los judíos no entendían un soto. Por las dudas prepararon los cohetes anti palestinos, todo listo para el ataque. Ellos, de paseo por la peatonal. Tomando helados de pena. En la segunda o tercera vida mundial, guerra mía.