Crónicas del subsuelo: La manada en las paredes

Crónicas del subsuelo: La manada en las paredes

Por:Marcelo Padilla

Primero viene la matriz hechizada por la tarde augusta y luego un suave resplandor que cubre el vacío temperamental de los viejos en las casas de techos bajos. Ingrávido ademán para pasar los días inventados. Un día es cualquier día para los que se sientan a despedirse en la vereda. Aunque no pasen trenes, los pañuelos están ahí, preparados para notificarse con otras tribus nómades. Los que viajan, o los que se quedan a imaginar el mundo desde un lugar situado. Dos formas de estar siendo. Pura saudade de la Vieja América. Atento a los palimpsestos, cuando la televisión es más que nunca una Divina TV Führer, vamos en busca de las expresiones de las catacumbas populares.

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Santino tiene once años. Negro travieso, coleccionador de navajas, cuchillos, cantimploras y tambores. Nacido y criado en el pedemonte mendocino. Un producto de los márgenes del suelo (el suelo define, dirá Rodolfo Kusch en “Esbozo de una antropología filosófica americana”) La tierra arremete para construir su identidad con los lugareños, no al revés. Santino caza víboras y hace huevos al sol sobre las piedras, entre chañares y jarillales experimenta, sobre lo que va quedando de sitio despoblado. Aventuras de la infancia de juguetes hoscos: piedras y palos. Fuego y paganismo de detectives salvajes. Es en su hablar cantado como un candombero que las palabras cobran un sentido, porque están dichas acompasadas por el contoneo de su cuerpo, en esa complejidad perdida por la virtualidad histérica y tecnoneuronal de estos tiempos. Se trepa a los árboles para salvar a los gatos que no pueden bajar. Pone el cuerpo de negro aguerrido y, finalmente… emancipa. Ayer estuvo conmigo en La República de Dorrego (dejó las piedras y palos de su sitio y trajo su teléfono) Salimos a caminar buscando un lugar abandonado, donde según su juego hay un gimnasio.

Vamos negro, dale”.

Acá es”, me dijo, y nos paramos.

El sitio está cercado por paredes de ladrillo y por dentro un abandono, construcción derruida y sin apuro de restauración. Santino apoya su espalda contra la pared y se queda ahí un rato resolviendo eso del juego del gimnasio. Me prendo un pucho aguantándolo a que termine y observo al barrio. Parte de la “Vieja Sicilia” como le llamaban a Dorrego en los 50 cuando se llenó de italianos, que luego por los hornos de ladrillos pasó a llamarse “el infiernillo”. Taitas. Laburantes de barcos que jamás volvieron a ver, inmigrantes, zona cosmopolita por tradición. Lo diverso. Tanto que hasta se montó una Parroquia de los Migrantes. Bolivianos, peruanos, colombianos y senegales. Un pedazo de la tierra en este mundo, insular en el desierto, barrio de tango, rock, reggaetón, cumbia y rap. Un refugio para soportar desde la fantasía a la realidad constante. La realidad, en todo caso, es esa fantasía que flota y sostiene. Como los mitos, la fantasía de los subsuelos sociales, le dan sentido a las prácticas de la especie. Una especie que decae y lentamente pierde la noción de autor para diluirse en la masa anónima de las calles perimetrales. Como los animales, el que se aparta de la manada es presa, y pierde.

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De las ventanas salen músicas. Santino recostado, contra la pared que habla. Que grita. Dice. Sopla. Recuerda. Impone. La presencia de las pintadas callejeras. Y un niño ahí, solo, buscando resolver el juego. “La fotografía es el click de la muerte”, decía Roland Barthes. De la muerte que permite un renacimiento, agrego. Ahí está la pared que dice lo que no dicen los televisores, con un niño solo resolviendo su juego, el que le toca. Una pared pintada por la manada.

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Son las doce de la mañana y es otro día para los de la ciudad. Hay sol y un hormigueo asfixiante. Un auto chocado por un bondi, un herido, el morbo de los semáforos, gente que camina rápido. Mendigos, buscas, vendedores de chucherías, muchos. Locos y locas deambulando en la capital. Como en el primero de los mundos. Podemos tocar el cielo… o tocar madera. Somos lo que no queremos ver.

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Voy apurado porque el contexto te lleva puesto. Me tomo un taxi y le indico a Armando el destino. “Voy a la República de Dorrego”. Armando ríe y empieza a contarme algunas malandreadas que vivió durante los 30 años que habitó la zona. “Acá había un psiquiátrico privado para la gente de guita”, me dice señalando una escuela por Adolfo A. Calle. Armando tiene 75 años. Sabe: de la noche y del día. Como buen tachero…viejo diablo. El laberinto es así: calles que topan, calles que doblan. Calles que no se mueven, calles con embrujo. El que sabe llega y el que no se pierde. “De Cobos para allá era todo viña”.

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Armando muestra su dentadura en todo el viaje, vamos recordando, él como un guía turístico perdido en los buenos viejos tiempos ha echado a rodar la dulce nostalgia. Cada calle es una historia y cada recordado un denso caldo. Armando llega a mi destino, apaga el motor y queda en ese pliegue afilando la memoria, yo lo miro desde atrás. 49 y pico, 75 y pico. En Vélez Sarsfield y Dorrego está la última pintada de la primavera más corta que tuvo este mundo: “Martínez Vaca Gobernador”. Patrimonios no declarados ni protegidos por los poderes. Allí quizá haya otro gimnasio para Santino. Bueno, a esta altura, ya sabemos de lo que estamos hablando.