¿Siria o Irán? Esto dice la Mossad sobre el atentado a la AMIA

¿Siria o Irán? Esto dice la Mossad sobre el atentado a la AMIA

Por: Mendoza Post

El siguiente es un extracto del libro “Mossad, la historia secreta” del escritor Gordon Thomas. Allí se revela la información que maneja el servicio de inteligencia de Israel sobre los atentados en Buenos Aires. Lo que dice es revelador y permite entender parte de lo que dijo ayer Cristina Kirchner ante la ONU:

Shabtai Shavit decidió ignorar los signos de advertencia. De repente, una agradable mañana de primavera de 1996, se le pidió que acudiera a la oficina del primer ministro Benyamin Netanyahu y se le comunicó que había sido relevado de su cargo. Shavit no intentó discutir; conocía lo suficiente a Netanyahu como para saber que sería inútil. Sólo había formulado una pregunta: ¿Quién era su sucesor? Netanyahu había respondido que Danny Yatom. El día del Prusiano había llegado al Mossad.

Entre las cuestiones que había tenido que afrontar Yatom estaba la de ordenar al Mossad reabrir la investigación sobre el atentado terrorista a la embajada de Israel en Buenos Aires, el 17 de marzo de 1992. Veintinueve personas resultaron muertas, la mayoría de ellas miembros del personal diplomático, y, más de doscientas, heridas de distinta gravedad. No sólo era el ataque más serio llevado a cabo en la Argentina, sino uno de los peores cometidos contra Israel.

El acto de salvajismo había tenido lugar en tiempos de Shavit, y éste había reaccionado apropiadamente. Un equipo de katsas, especialistas forenses y expertos en explosivos había sido enviado a Buenos Aires. Durante semanas habían trabajado con la CÍA y los investigadores argentinos.

En la superficie la relación entre el grupo del Mossad y los argentinos había sido buena. Los informes privados a Shavit eran muy críticos. Enviados por un fax seguro desde la improvisada embajada que les habían proporcionado a los israelíes, los informes hablaban de «una completa incapacidad de los argentinos para entender los rudimentos de una correcta investigación». Citaban ejemplos de «importantes pruebas forenses, como los, escombros de la embajada destruida, removidos y retirados antes de realizar una adecuada investigación». La peor crítica era que «la investigación propiamente dicha no se había iniciado hasta seis años después de la explosión».

En Tel Aviv, los informes fueron leídos con desazón por el ministro de Asuntos Exteriores, Shimon Peres. En la Argentina vivían un cuarto de millón de judíos y el presidente de la nación, Carlos Menem, se había mostrado públicamente amigo de Israel.

El equipo del Mossad empezó a sondear discretamente el pasado del presidente y la primera dama. Descubrieron que, tal como se publicó posteriormente en el libro de Barry Chamish Traidores y aventureros: diario de la traición de Israel, Menem tenía vínculos cercanos con miembros de grupos terroristas, dentro de la comunidad siria en la Argentina.

Una periodista israelí, Nurit Steinberg, que había hecho su propia investigación sobre el atentado y publicado sus hallazgos en el semanario de Jerusalén Kol Hair, que depende del prestigioso diario hebreo Haaretz, confirmó esta declaración.

Poco después de publicarse su detallado informe —nunca desmentido por Menem o su Gobierno— Nurit Steinberg fue víctima de un incidente semejante al que le había ocurrido a Judy Nir. El único objeto robado en este caso fue el disquete donde había almacenado toda la información. Nunca se descubrió quién lo había robado.

En Israel, el Ministerio de Asuntos Exteriores ignoró las afirmaciones de Steinberg. Los portavoces empezaron a alimentar historias que acusaban a Irán de la destrucción de la embajada, perpetrada por su socio, el fanático Hezbolá.

La acusación estaba a la orden del día. Un mes antes de que estallara la bomba en la embajada, un helicóptero israelí había ametrallado al jeque Abbas Musawi, secretario general de Hezbolá, a su esposa, su hijo pequeño y seis guardaespaldas. La víspera del ataque en Buenos Aires, había habido protestas en el Líbano a favor de «golpear los intereses norteamericanos e israelíes en todas partes». En Washington, el presidente Bush había expresado su preocupación por la creciente espiral de violencia y criticado a Israel por la matanza de Musawi y su familia.

El Departamento de Estado envió una advertencia a todas sus legaciones en el extranjero en marzo de 1992. Pocos días después envió una segunda alerta a todas las sedes diplomáticas norteamericanas consideradas como posibles blancos. Pero la embajada en Buenos Aires no constaba entre ellas.

Allí los investigadores del Mossad seguían encontrando pruebas preocupantes que contradecían la opinión del Ministerio de Asuntos Exteriores acerca de la culpabilidad de Irán y el Hezbolá. El grupo del Mossad descubrió que los restos del coche encontrado cerca de la devastada sede diplomática pertenecían a un paquistaní llamado Abbas Malek, que estaba registrado en el Ministerio de Asuntos Exteriores argentino como ayudante del embajador de Paquistán.

Las cámaras de seguridad de la embajada, que habían sobrevivido milagrosamente a la catástrofe, mostraban a Malek corriendo desde el coche momentos antes de la explosión.

En su libro, Chamish apunta: «En el vídeo también se veía la marca del vehículo. Fue rastreada hasta un concesionario en el que admitieron haberlo vendido tres semanas antes a un árabe con acento brasileño». El Mossad pasó los detalles a los investigadores argentinos. Los israelíes quedaron atónitos cuando, a los pocos días, se les comunicó que el árabe, Ribahru Dahloz, era ilocalizable. Pero no había constancia de que hubiera salido del país.

Un informe a Tel Aviv, a finales de marzo de 1992, hablaba de «una clara sensación de que nadie está buscando a este hombre». Para entonces, el embajador de Israel en la Argentina, Yitzhak Shefi, había añadido otro hilo a lo que el grupo del Mossad empezaba a sospechar que era, según Chamish, «una oculta conexión siria con el atentado». Shefi informó a Tel Aviv que el día de la explosión, los dos guardias de seguridad que normalmente se encontraban frente a la embajada estaban ausentes. Uno de ellos había trabajado previamente seis años en la embajada siria.

...

El equipo del Mossad descubrió que Zulema Menem compartía el lugar de nacimiento —el pequeño pueblo de Yatrud, en Siria— con una figura bien conocida para el Mossad. Se trataba de Monzer Al Kassar, un veterano traficante de armas y drogas cuyo círculo de amigos abarcaba desde Oliver North hasta Abu Nidal, consagrado con el título de «gran maestre del terrorismo mundial». La última dirección de Nidal estaba en Damasco, Siria.

Hechos que parecían curiosas coincidencias salieron a la luz con los sondeos del Mossad. Nueve meses antes del atentado, un noticiario de televisión de Damasco mostró al hermano del presidente Menem, Muñir, entonces embajador argentino en Siria, filmado en conversaciones con Al Kassar. Poco después del atentado, Muñir fue trasladado a Buenos Aires. El equipo del Mossad no había podido descubrir por qué.

Pero hicieron otro descubrimiento. Días antes de la explosión, Al Kassar había estado en Buenos Aires. Ni uno de los investigadores argentinos había sabido decir cuándo dejó el país ni adonde se había ido.

Mientras tanto, el presidente Menem continuaba insistiendo en que el ataque había sido obra de grupos neonazis. La posibilidad era una de las primeras que el Mossad había considerado y descartado.

En abril de 1992, Shabtai Shavitya había retirado al equipo del Mossad. Un año después, Shimon Peres declaró públicamente que «sabemos más o menos quién voló nuestra embajada». Se negó a dar explicaciones con el pretexto de que la investigación no había concluido.

En realidad, se había ordenado a Shabtai Shavit archivar el expediente, hecho notable en sí mismo dado lo ocurrido cuando el equipo del Mossad se retiró. En Buenos Aires, el embajador Shefi se había mostrado desdeñoso con el presidente Menem por «aferrarse a la idea disparatada de que un grupo neonazi llevó a cabo el atentado». También acusó a los investigadores argentinos de «arrastrar los pies». Su acusación era que no estaba Irán estaba detrás de lo sucedido sino Siria. Tácitamente apuntaba a que el presidente Menem debía responder algunas preguntas. Menem elevó una protesta ante Shimon Peres.

Shefi fue llamado «a consulta» y reemplazado por Yitzhak Aviran, un cauteloso diplomático de carrera con fama de no agitar el bote. Empezó por calmar los temores de los judíos en la Argentina y apaciguar a Menem y sus consejeros.

Para entonces, Al Kassar había reaparecido, esta vez en España. Allí fue arrestado y acusado en 1993 de traficar con explosivos para los terroristas. El Gobierno argentino pidió la extradición de Al Kassar con el argumento de que había obtenido ilegalmente un pasaporte de esa nacionalidad. Al Kassar afirmó que había recibido el documento directamente de Menem.

Luego siguió algo semejante a una farsa. El Gobierno español pidió la extradición de la secretaria personal de Menem, Amira Yoma, para «ser llevada a juicio por pertenecer a una red de traficantes de drogas en España». Yoma es cuñada de Menem. La Argentina, como era previsible, rechazó la demanda española.

En la Argentina, los temores de la comunidad judía fueron amainando lentamente. Empezaron a aceptar que el atentado a la embajada había sido un hecho aislado, al margen de quien lo hubiera orquestado. Una vez más volvieron a su vida normal. Para muchos de ellos se centraba en un edificio de siete pisos situado en la calle Pasteur de Buenos Aires. Ésta era la sede de la Asociación Mutual Israelita Argentina, AMIA. El edificio guardaba importante material de archivo en el que se detallaban las actividades judías en el país.

El edificio también albergaba una asociación de comercio, una escuela de lengua judía, un banco y una bolsa de trabajo. Formaban parte de su personal fijo varios sayanim que, regularmente, enviaban información a la nueva embajada en la ciudad; allí era filtrada por uno de los dos oficiales residentes y, cualquier cosa de interés, se enviaba por télex privado a Tel Aviv.

A pesar de la bomba en la embajada, Buenos Aires todavía era considerada «un destino blando» por los katsas. (...) El 18 de julio de 1994, a las diez menos siete minutos de la mañana, una bomba de trescientos kilos de nitrato de amonio arrasó el edificio de la AMIA. Murieron ochenta y seis personas y hubo ciento veinte heridos, muchos de ellos graves. La gran mayoría de los muertos y heridos eran judíos.

En Tel Aviv, el disuelto equipo del Mossad se reagrupó y voló a Buenos Aires con perros adiestrados para localizar a los enterrados bajo los escombros. Cuando llegaron, el gobierno argentino insistía en que la masacre era, una vez más, obra de Hezbolá; un punto de vista que Israel corroboró oficialmente.

Luego llegaron las noticias de que diez de los detenidos por el ataque eran oficiales retirados de las Fuerzas Armadas argentinas. Se los acusó de aportar explosivos y detonadores robados de almacenes militares. Todos admitieron ser carapintadas extremistas, una de cuyas consignas era: «Es más fácil encontrar un perro verde que un judío honesto». El Gobierno continuó insistiendo en que la masacre había sido obra del Hezbolá. El grupo hizo, contra su costumbre, una declaración en Beirut negando cualquier vínculo.

Como la vez anterior, el grupo del Mossad llegó y se fue sin conseguir nada. Privadamente, sus miembros dudaban de que alguien fuera acusado directamente del atentado a la embajada o de la destrucción de la AMIA. En un informe filtrado, el Mossad lo achacaba «a la inexperiencia de los investigadores combinada con la obstrucción por parte de las fuerzas de seguridad argentinas».

Cinco personas, incluidos cuatro oficiales de policía, fueron condenadas a cuatro años de prisión como «partícipes esenciales» en el atentado. Ninguno de ellos tenía conexión con grupos terroristas de Oriente Medio.

Y así estaban las cosas cuando Yatom ocupó su cargo. En pocos días los oficiales superiores lo instaron a reabrir el caso. Pero otra vez intervino el pragmatismo político. En los años pasados desde las explosiones en la embajada y la AMIA, los acontecimientos políticos en Oriente Medio habían vuelto a cambiar. Siria ya no era el archivillano de Israel. Saddam Hussein se había ganado ese papel.

Reabrir una investigación que podía muy bien desenterrar desagradables nexos entre el presidente argentino y la tierra de sus antepasados ya no era una opción viable. Durante los años posteriores, Menem había seguido jugando su papel de honesto mediador entre Siria e Israel. Era mucho más importante para los amos políticos del Mossad que lo siguiera haciendo. Se le comunicó a Yatom que los expedientes de ambos atentados debían continuar cerrados.