Crónicas del subsuelo: Asesinatos breves

Devino huracanada la maleza de las tumbas visitantes que de todo panteón sus huesos crecen en el anonimato de las vegas subterráneas.

Crónicas del subsuelo: Asesinatos breves

Por:Marcelo Padilla

Nos reconocimos por la mirada pero no estaba del todo seguro que a quien le hablaba era a ella. El zonda revoleaba las servilletas de la pizzería y sobre el agua del canal las escamas y el pelecherío de los bichos. La turba fluvial salpicada de barro en el pelo azul de todos los verdes cantos que por las laterales humedecía a las raíces de los árboles de junio, avanzaba a los saltos rebotando de un paredón a otro. 

Gracias a los paredones el viaje del equilibrio que en gana le vino sortear ante la escasez de posibilidades de maniobra, en esa cuenta de porcentajes donde la voluntad queda reducida a una ínfima esperanza de domino. El agua no. El canal es el mismo. El agua no. Se sabe que el agua no, ahogada en sus portamentos de traslado, de vacíos, en la infinita soledad llena. Como un vómito hacia arriba el agua. En el transporte del caudal embravecido de las lunas del embalse, sin separadores de estaciones, sin música. Editada su curiosidad de especie maldita, la traza y su canalización en la estrecha y perturbada quietud del secano. 

Nos reconocimos por la mirada apenas, y aun no estando seguros del otro la conversación hilvanaba las costuras de una charla de mascaritas pandémicas que bien merecían un carnaval sonoro imprevisto a la deriva de las preocupaciones. Devino huracanada la maleza de las tumbas visitantes que de todo panteón sus huesos crecen en el anonimato de las vegas subterráneas. Suben y enrulan por el tope de nichos sobreviviendo al químico desinfectante de toda muerte por asfixia. Vapor de polvo indiano. Tos de extraños en las bocas de niños. El cuchillo y el tenedor y la cabeza de la vaca. El agua no.

La pizzería ahí. Sobre el canal que tiedra los destinos del agua en su glissamiento. En el caldo de su propia efemérides de defunción. Tibio el beso de diciembre. Errática la gota que por el viento dibuja la ruta salada de los llantos. Sin despertar del todo, mambeada la zona donde se piensa, a paso desconfiado. No por las baldosas que aun cediendo a la constipación permite sentir el suelo, movido suelo pero suelo, piso, límite para no hundir la humanidad en los pozos. Mausoleo. Soledad a tientas. Tiritando ramas por viento seco. Una ciudad así. Una ciudad de mandinga. Barceloneada en su maquillaje. Polvo que tersa en barro la capa de constitución subsahariana de toda piel. En la aridez del metálico eco. Sin visión de planicie. Metafísica.

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De suma importancia policial. Abarrotada de hojas del ultimo otoño en fase tres de viento embustero que confunde estaciones y pronósticos. En la espera del desgaste de los dientes y en el oro de la sangre que llevamos por propiedades de alimentación. El cuerpo es parte de la necesidad de los intereses de la tierra, que de cotizar en bolsa cae amontonándose junto a otros para la extracción que la empresa ha montado en colérica alameda. Entonces no es la tierra sino el cuerpo necesario para la operación que de abortar el emprendimiento no hubiera sucedido más que en los pozos alejados.

La escasez dicta la sentencia. Y cómo decirlo sino, que de otra manera no se publica en el boletín oficial ni en los voseos de la carnadura de la prensa, que prensa el pensamiento y lo deja allá, en la tierra egipciana. Sobrevoladura soviética de todo arrepentimiento oracional en devotas anticipaciones de crímenes que vinieron a fundar las percepciones de la moral y la justicia. Por el traje en vestimenta, travestida policía de contagios que solo se camufla en familias comiendo pizzas los sábados por la noche. Rodeada de patrimoniales edificios, cegada de voces, invadida de ademanes de niñas pidiendo comida para matar.

Marcelo Padilla