Crónicas del subsuelo: Recuerdos de provincia

Crónicas del subsuelo: Recuerdos de provincia

Por:Marcelo Padilla

 Por no haber ido. Por no haber acudido a la cita en la calle Boulevard Sarmiento -hacia abajo de la Avenida Mendoza- el día de la inauguración del asfalto después de veinticinco años de dominio de la tierra y el polvo, me perdí el carneo. El degollamiento de la gallina y el descuartizamiento del cerdo en el fondo de los Martínez. No es que me hayan avisado, tampoco referencias de mí tienen el Gustavito y la Bettina, que ya murió -me dicen las lenguas del insomnio- de una peste en la sangre. Por no haber ido más a visitar esa patria chica de la infancia: la casa y el fondo con la cabra topeteando mi pecho entre melones y zapallos, casa-atajo, esos tachos viejos de nafta que usábamos de recipiente con agua para los veranos donde cabía uno por turno para refrescar la sequedad de los cuerpos de los niños y niñas que se amontonaban en la vereda y a veces en la esquina del sifón donde cazábamos gusarapos en frascos. 

Por no haber ido más al sitio del abandonamiento por inmersión de agua y ocultamiento, el Pimpo se ha ahogado y su hermano Daniel también, más allá de las cortaderas que aíslan. Por constituir una fila india el día de la partida con el camión repleto de colchones, sillas y mesas, banquitos y macetas, perros y gatos, los amigos y amigas de aquel lupanar han desaparecido del recuerdo. Aun sin fotos puedo verle la cicatriz del tajo al Guillermito de la vuelta, que se incrustó la zapa entera en la frente y la sangre corría y corría mientras nosotros llamábamos a su madre que había desaparecido una siesta del diablo por la misma Boulevard Sarmiento entre gualichos y remolinos de polvo hacia la ruta del rulo pasando la Villa Jiné. La Bettina con sus muñecas durmiendo la siesta de los duendes con la que nos asustaban los mayores para no salir a la calle en pleno zonda. Por no ir. Por no ir jamás a esa calle de la negrura y el paganismo donde la señora de enfrente curaba el empaño casa por casa y el borracho de siempre, el de todo barrio, se acodaba en el almacén a tomar un vaso de vino suelto a cualquier hora del día. La sangre corría y corría por la vereda de cemento y por la cánula se hacía vertedero. Guillermito perdió litros de sangre y su madre en el remolino de polvo huyendo hacia la nada. La sangre era común en estos casos.

El día nació gris y el viento hace temblar el ventanal flojo que se amarra al cuadro de la pared. Traquetean los pocos muebles y las maderas crujen, tal vez poniéndole música al silencio que de silencio es la música cuando la vacuidad es ventana hacia el sur por estos días, dicen, cuando ha llegado la primavera. En el dintel de la faena la cabeza del bicho ostentando la gloria del dominio y la satisfacción de la carne hecha alimento a cielo abierto por esos paisanos de cuchillo.

-"Estos son los guevitos del cerdo"- dice uno de los cuchilleros, mostrándonos a todos los niños y niñas en el fondo de los Martínez, escrotos en su mano.

Nosotros en el silencio y el asombro, la sorpresa por la sangre y la admiración por el manejo preciso del cuchillo que al entrar por la carótida del bicho chorreaba sangre y nos empapaba las caras. Las caras de todos los curiosos con sangre esperando la próxima demostración que sometería al ternero gritón por tanta cuchillada. Más que comer era el espectáculo de la sangre en un barrio de casas bajas con fondos amplios. "En el fondo" se pronuncia, porque las casas siempre se construyeron adelante para que el fondo fuera laboratorio privado sin medianeras de separación. Las medianeras como el asfalto llegarían después cuando no me enteraría luego del viaje acompañando al camión atestado de objetos para armar otra casa con otro patio y nuevos vertederos de cánulas para nuevas sangres.

¿Acaso el cuchillo era condición de estar en ese pueblo? Porque Doña Coca, la que curaba el empaño y la ojeadura con la corbata y el vaso de agua, que para mí era bendita -como todas las aguas de los desiertos bendita-, en las rutas bendita, las ermitas de la difunta abarrotadas de botellas de agua tibia, hirviendo a la siesta, agua bendecida por las mujeres que nos daban el sentido de la creencia para sostener el mito de la cuchillería. Mientras los hombres carneaban y eran la admiración de la chusma salpicada a puro talero para acallar el ladrido de los chocos todos locos por el descuartizamiento y el chillido infinito del cerdo y la caída de la cabeza del ternero, fondos plagados de sacrificios y rituales, la vida breve de ese barrio amurallado por las tormentas de verano y las estrellas de la noche con la pantalla encendida del cine al aire libre bajo una lluvia que determinaba la suspensión de la función. Si la función ha terminado y es envión el deseo de la sangre hecha costumbre lisonjera, vaya como canto este recuerdo de provincia que de toda deshonra lastimera viene y va por las acequias de barro donde crecía el hinojo para las siestas.

Marcelo Padilla