Hoy en Memo: Los adoradores de la cuarentena

El miedo aglutina y une frente a lo que se defina como "el enemigo". Pero a lo largo de la historia se han inflado los temores con tal de conseguir una unidad monolítica y disuadir a desertores. Hay un peligro autoritario en resignar las libertades individuales. La cuarentena no es un objetivo, sino una herramienta.

Hoy en Memo: Los adoradores de la cuarentena

Por:Gabriel Conte
Director diario Memo

 El miedo es un factor que aglutina alrededor del que aparezca como protector y, por lo tanto, le permite a éste abusar, si quiere, de su condición. El temor generalizado es y ha sido, a lo largo de la historia, un factor que atenta contra el concepto de libertad individual: se la entrega a cambio de protección. De allí que muchos que buscan detentar un poder por encima del que les fuera asignado han apelado a lo largo de la historia a infundir miedo. Hasta se han generado guerras artificialmente para consolidar lo que les gusta llamar como "la unidad", una monolítica opinión pública a su favor, escenario en el cual quien ha osado pensar más allá de lo permitido por la condición de "emergencia", ha sido considerado un disidente y, por lo tanto, un ajeno, un extraño, un sobrante posiblemente.

Así como el "temor de Dios", esa actitud reverencial del cristiano hacia el Espíritu Santo lo consolida dentro de un espacio en el que se ve obligado a creer ciegamente y ceñirse a una serie de preceptos que constituyen un dogma, la política partidaria muchas veces se ha disfrazado de religiosidad para cohesionarse e impedir insubordinaciones. Y peor aun: lo ha llevado al Estado cuando le tocó gobernar. En nombre de una "guerra" contra alguien, algo o algunos, se cierran las puertas a la posibilidad de disentir.

Ni siquiera hace falta ir muy lejos en el tiempo para darse cuenta de cómo las personas canjeamos libertad individual por seguridad. Ante el miedo a ser víctimas de un delito, real o imaginariamente (a raíz de que se infunde pánico para vender instrumentos que lo aminoren) nos rodeamos de cámaras que nos vigilan, aplicaciones, nos encerramos, dejamos de ocupar el espacio público, nos privamos de actividades, entre muchas otras renuncias evidentes y que terminan adquiriendo consenso masivo.

Sin embargo, la lucha por la libertad nos marca como seres humanos. En forma individual primero, para poder pensar y luego, lo ha venido siendo en forma colectiva, como grupos, para poder ejercer nuestra humanidad sin una exageración de condicionamiento. La de la libertad, es una pelea permanente de sectores de izquierda, derecha y anárquicos. Pero también en su nombre, versiones de esos mismos sectores han forzado campañas que la han condicionado al máximo, subordinadas a un líder o pensamiento único detrás del cual han constituido un grupo al que creen liberado de un "enemigo" contra el que han conseguido concentrar el miedo: el extranjero, por ejemplo.

Una guerra da miedo. La violencia delictual lo genera. Las versiones en torno a que alguna actividad económica puede llenar de cianuro el agua de nuestras canillas, también y, por lo tanto, hace que cientos de miles de personas prefieran no tener trabajo digno y rogarle asistencia al Estado, constituido como "única salida", declarándose derrotados por un adversario invisible, pero omnipresente.

Una pandemia de origen lejano, que sorprendió por su exoticidad y que atemoriza por la falta de vacunas, que permite manipular estadísticas y genera versiones de todo tipo a su alrededor, que nos empuja a usar un elemento que nos tapa la mitad de la cara y condiciona el reconocimiento facial y la respiración, que limita nuestros movimientos y empezó, confinándonos sorpresivamente dentro de nuestros espacios vitales, alejándonos inclusive de seres queridos, ¿cómo no va a resultar un factor de unión y pánico, disciplinador como pocos aun ante un liderazgo débil hasta confuso sobre lo que pasa?

¿Por qué, ante esto, la sociedad no se cuadraría, como lo ha hecho, ante el Poder Ejecutivo que se propagandiza con todos los recursos del Estado como el único capaz de darle pelea al "monstruo" y renunciar, inclusive, a derechos constitucionales y hasta al concepto de República, con los otros dos poderes, el Legislativo y el Judicial, aletargados o manejados casi a control remoto por el que se paró con más fuerza?

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En este contexto, hay que señalar que la cuarentena resultó una herramienta recomendada a nivel internacional para evitar la extensión de la pandemia de covid-19, como lo es el uso de barbijo y la serie de acciones y precauciones que todos conocemos en torno al tema. Por lo tanto, no podría ser nunca un objetivo en sí misma.

Estar confinados resulta un hecho extraordinario, excepcional y que no puede pasar a ser parte de la vida cotidiana en forma permanente ni el eje de alguna "nueva normalidad". Hay razones sanitarias que justificaron en un principio avanzar en este sentido extremo y desconocido hasta entonces, pero de ninguna manera representan una modalidad que merezca extenderse en forma indefinida.

Sin embargo, en lo político, aparecieron los que prefieren no pensar en la libertad de trabajar, de cuidarse a sí mismos y a los suyos o de generar trabajo, para entregarle esa tarea a un supuesto "comandante de la situación", el Estado y sus gestores. Al miedo lógico, a la incertidumbre existente que en un principio pudo tener altas dosis de pánico, le aparecieron aprovechadores: los adoradores de la cuarentena.

Son aquellos que se dieron cuenta, rápidamente, de que podían sacar provecho de la existencia de cierta "unidad" que facilita la ausencia de divergencias con el poder de turno, y que preferirían que se extendiera en el tiempo, de modo tal de evitar disonancias.

Es una versión actualizada de aquel "del trabajo a la casa y de la casa al trabajo", del "quédense tranquilos que la política la hago yo", actitud cultora de un paternalismo exacerbado, el que ahora llaman "yo te cuido, quedate en casa".

De aceptar cual corderos que otros definan el destino de cada uno sin la posibilidad siquiera de ofrecer alternativas, o de cuestionarlo, creyendo que la palabra del mandamás es "santa", irrefutable y que hacerlo nos puede condenar a estar enfermos o a algo peor, también estaríamos permitiendo que decidan cuánto cobraremos, de qué viviremos, quiénes manejarán nuestras empresas, qué tenemos que hacer y qué no; qué día podemos salir unos y cuáles, los otros. Quiénes podrán aprender y quiénes no, o con menos calidad. Si tendremos chances de romper el molde o simplemente, derretirnos para acomodarnos en el que nos pongan, sin más.

Así, puede verse cómo actores del oficialismo se muestran como "agentes sanitarios" del Poder Ejecutivo haciendo política, recorriendo el país, montando reuniones, repartiendo bienes públicos y cargos por doquier, anotando peleas por espacios de gobierno a futuro. Y cuando algún opositor, si lo hay, levanta la voz para señalar algún defecto, es declarado poco menos que como "traidor a la Patria". El silencio, la subordinación y la adoración al que manda aparece como la nueva Patria, la que ata y no libera, tan lejos de la que soñaron los que cantaron "Oíd el ruido de rotas cadenas... ¡libertad, libertad, libertad..!".

La aparición de "soldados de la causa" de la cuarentena, entonces, tiene dos cuestiones evidentes: un error y un problema. Puede, inclusive, que no sea la intención de un gobierno meter a nadie en ningún brete hacia algún matadero del pensamiento, pero sí la de los que se vuelven más papistas que el Papa y ya creen que la cuarentena es una especie de señal divina de que sus admirados líderes deben perpetuarse en el poder. Tal vez, por otra parte, les convenga pensarlo y actuar así, ya que de otra forma no conseguirían sustentarse individualmente como lo consiguen siendo actores de la permanencia de determinado sector en el uso de la "lapicera" que firma decisiones que les conviene.

El error es que la cuarentena no es un objetivo, no es la trinchera de ninguna guerra, sino tan solo (y nada menos) que una medida sanitaria, dinámica, flexible, ajustable según el lugar y sus hechos determinantes.

El problema es creer que estamos en "una guerra", porque en esos contextos, siempre, la primera víctima es la verdad, a la que se sacrifica por un supuesto bien común: ganarla.

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