Crónicas del subsuelo: las veinte lunas de Hilda y el pozo de (i)

Crónicas del subsuelo: las veinte lunas de Hilda y el pozo de (i)

Por:Marcelo Padilla

Con la última lluvia la chipica ha crecido suficiente para impedir cavar el pozo con las manos, sin embargo (i) prueba y rasquetea. Manotea las champas y tira mechones cortos para amarrar hasta llegar a la tierra húmeda que mantiene la franja debajo de la sequedad. 

(i) puede hacerlo porque tiene tiempo, las horas que posee por un rato le han sido concedidas -digo, "por un rato", porque el tiempo para (i) es una ronda satánica nómade que no pasa por el reloj-, las nubes han cubierto su estancia allí, en el pedazo de tierra impropio que se aleja al pasar el tiempo celoso. Las uñas cavan, y el primer puñado es una mezcla de polvo y barro cuarteado. 

En la escucha de "El collar del perro" de Rubem Fonseca, (i) traba su mirada en el arbusto. No sabemos si está siguiendo la lectura atentamente, o vive en ella, metido en las favelas donde bailan unos negros frente a un parlante de una casa comercial, donde se junta y amucha la monstruosidad hedienta bajo cuarenta grados. Río de Janeiro le resulta un lugar desconocido, no cobra sentido de ubicuidad porque (i) no solo que no ha visitado ese pedazo de mundo sino que además no sabría ubicarlo en el mapa, tal vez por eso (i) mira el arbusto cuando leo.

Las palabras chicotean a los álamos. "El collar del perro", al nombrarlo, expulsa de (i) una mueca estoica, pero tan solo es una expresión efímera en la media hora pausada que le leo. Su vista pareciera "apuntar" sin parpadeos contra el arbusto que se planta delante del horizonte donde se pierde lentamente el sol y el viento levanta su jopito. Ni la "crónica de un niño solo" cabe en su mirada. Son horas fuera del encierro, una pocas hasta emprender la vuelta al "hogar" (ese es el nombre que amortigua) su encierro hasta los 18. 

Faltan unos meses eternos hasta el 6 de abril. Mientras (i) acepta párrafos de libertad de unos negros y unas negras transpiradas bailando funky frente al parlante del local comercial. Desde un piso alto, jota divisa a los bailantes y cuenta lo que observa, y que (i) -no sabemos- si escucha con atención, o en fragmentos de esa libertad de la escucha de unas historias lejanas. En la cara de (i) no hay tristeza ni alegría, es simplemente un rostro de un pibe de 17 años que no sabe más que responder con muecas, tímidamente. "Soldador me gustaría ser", contesta. "Me gusta hacer chulengos", responde, mientras mastica una rebanada de pan casero untada con mucho dulce de leche. Después de la siesta a (i) no lo veo más en el pasto. Ni a jota. 

Tampoco hache está allí tirado en la reposera imaginaria.

Hasta los 91 duró su estadía, su cadenciosa presencia, sus repetidas anécdotas de cortejamiento allá en la placita de Perico del Carmen, donde, según contaba Hilda, los paseantes daban la vuelta al perro sin collar para el flirteo durante las horas de la tarde en los domingos. O las veinte lunas que miraba cada vez que olvidaba dónde: "de la repetición de la pregunta, la repetición de mi respuesta". La luna se movía, pues era la misma y una sola, pero para Hilda, insisto, a causa de la repetición de la pregunta por el paradero, eran veinte. 

Veinte lunas para Hilda, veinte vueltas en la placita de Perico del Carmen para el cortejamiento. No recuerdo haberla escuchado hablar de la muerte ni tan siquiera nombrar la palabra "muerte". En su lento andar paseaba su vitalidad con algunas quejas por su columna de 91 años. Una noche, en su levantar maltrecho, no pudo pararse lo suficiente ni incorporarse del todo, y allí cayó con sus huesos, a un metro de la cama. Internación, quirófano, despedida de este mundo. De la noche de navidad hasta el filo del fin del año, una anticipación al filo del fin de este mundo sobrevolaba la habitación del hospital. Afuera los tambores y esa turba plebeya que marchaba en defensa del agua. Hilda agonizaba en una pieza oscura a ritmo de candomblé y no sabía si ese bochinche se trataba de los paseantes de la placita de Perico del Carmen o de una grabación que escupía el sonido repetido de una despedida. Jamás volvió al sitio donde (i) rasqueteaba la tierra, refugio para desangelados que de tanto en tanto concedía una forma de mirar el horizonte y las montañas, el fósforo lejano de la destilería a pocos metros del crematorio.

Camino al polvo Hilda se deslía del trayecto, desprende su halo del cuerpo duro, de sus puros huesos mancillados por los viajes y emprendimientos de maestra en Jujuy, La Consulta y tantos otros establecimientos; de su vida pionera junto a Sandrino en Villa La Angostura, levantando con ochenta años su rancho, viviendo en una carpa bajo las lluvias, aventurándose en la previa de la senilidad al estoicismo de la incomodidad. Como en la foto que alcancé a recordar ayer, donde sale parada arriba de un enorme tronco de Arrayán, erguida junto él, dichosa. 

La tierra y el polvo, el compañero fiel que ahora en sus derivas y devaneos quiere ir en busca de "la italiana" que perdió en el pequeño pueblito de Caneva, en la provincia de Pordenone, región del Friuli pegada al adriático, luego de escapar de las tropas invasoras, protegido por los partisanos, salvado por los partisanos de la horca. Las cenizas de todos los paseantes de Perico del Carmen en el cortejamiento y las veinte lunas para Hilda han deshecho en gotas de "aguapolvo", y ahora las veo cada noche gravitar sobre el pozo que hizo (i) donde han quedado las marcas de las uñas y de los dedos en el cavado. Algunas champas, el arbusto imaginario desaparecido, los negros y negras bailantes frente al parlante del negocio, contoneando sus cuerpos bajo cuarenta grados en Río de Janeiro, en ese pedazo del mundo rodeado de fuego, en un magnánimo crematorio a cielo abierto, donde el sol es uno solo.