Crónicas del subsuelo: La desposesión guaraní

Crónicas del subsuelo: La desposesión guaraní

Por:Marcelo Padilla

En el mundano vivir frente a las sofisticaciones pudientes la nativa sale del hotel de la selva con dos tachos de agua potable, supongo se los han regalado como forma de blanquear la conciencia y no la culpa, algún encargado de por ahí, quizá nativo para el decorado le haya dado a la nativa guaraní esa agua. Ella cruza la calle pavimentada con los pelos en la cara, agachada y haciendo fuerza camino a su rancherío ubicado frente a las escandalosas inversiones, luego del despojo de la mitad del territorio de la zona denominada "las seiscientas hectáreas". 

Según me cuenta la sole, una chica de dieciséis años que realiza cabalgatas por los senderos de la selva, se las llama así: "las seiscientas", pero en realidad a las comunidades guaraníes de Iguazú le han quedado solo la mitad. La sole es de charlar largo y tranquilo y, como no sabe eso de guardarse ni cuidarse de las palabras, habla, cuenta la historia de su pueblo, la de su familia y comunidad.

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A los nativos le han sacado la mitad del territorio, en ese despojo han construido hoteles de selva para el descanso de quienes no reparan en el contraste entre lodges y aquellos caseríos de al menos tres comunidades ancestrales: Mbya Jasy Porá, Yriapú y Mbororé. En la aldea que visité -Mbya Jasy Porá- viven aproximadamente 52 familias dispersas en la selva manteniendo su cultura hibridada sin esencialismos, en el escondite de sus diablos y dioses camuflados. 

A los ojos de los turistas puede que hayan perdido costumbres como les gusta decir desde una mirada imperial maleducada. Sin embargo es cuestión de hablar con Lorenza, la abuela de la comunidad que anda por ahí ordenando el rebaño, retando a los niños que juguetean de a decenas bajo la mágica arboleda. Cuando entramos a la comunidad se acercaron tímidamente los más peques de dos, tres y cuatro años. Niñas y niños guaraníes que miran de reojo, tal vez por timidez esperando vaya a saber qué, en el estar de su vivencia rodeando el quincho de artesanías. Una especie de maloca similar a las que construyen los Boras o los Yaguas en el Perú a la vera de los afluentes del Amazonas. Allí esperan al turista con ánimo tranquilo y sin aspavientos comerciales. No saben ni conocen "formas de vender" ni técnicas de marketing, solo están allí parados y deambulando a la espera de alguien que pregunte o les compre un coatí, un yaguareté, un tatú o una cerbatana trabajados en madera, liana o pulseritas de semillas que ellos llaman lágrimas de virgen, hechas por la comunidad.

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Lorenza pega un reto y da un mensaje en guaraní a una bandada de niños y niñas que juguetean sobre la tierra roja, por el sonido pareciera un reto, una "llamada al orden", tal vez porque hemos llegado allí y la abuela de la aldea, quien me cuenta tiene ocho hijos varones y dos hijas mujeres, todas casadas, a los que se le suman casi cincuenta nietas y nietos, quiera aquietar el bullicio. Lorenza toma posesión de la charla luego de acercarme a charlar con los niños y niñas. "El coatí es el más rico", me dijo una pequeña cuando le pregunté al grupo "cuál de todos los animales de la selva sabía mejor". Luego se dispersaron por el mensaje, o el reto, de la abuela Lorenza quien nos ofreció agua del pozo para refrescarnos. Con una soga que amarra un balde sacó a catorce metros de profundidad un agua clara y fresca para beber y mojarnos la cabeza. Santiago miraba desde el banco de madera bajo el Acai. El cielo adopta el color de la tierra a eso de las seis de la tarde un domingo desprovisto de turistas, en el sopor de la humedad propia del trópico. Atrás de Santiago, una especie de guía de la comunidad quien nos hablaba con un tono amable y pausado sobre su concepción del turismo comunitario, adolescentes tirando unos pasos sobre la tierra agrietada escuchan trapo. Tienen las cabelleras pintadas de diversos tonos, los pibes guaraníes a pura sonrisa adolescente, tiran sus flows en plena selva.

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No parecía celebrarse nada en particular, los niños y las niñas correteaban descalzos, otros se perseguían en bicicletas pequeñas en un clima de calma sin tiempo. Más allá la sole en cabalgata selva adentro mostrando trampas para animales, atravesando senderos frescos de sombra contando historias de los comuneros. "Siempre viví aquí, y de aquí no me voy a ir nunca". Madre de una niña, la sole amable y contadora de historias nos metió en la boca de los túneles de la inmensa mata que poco a poco les deja de pertenecer por desposesión. Afuera el día del niño, afuera la disparidad en el Hospital público Samic Iguazú donde a la guardia caen los caídos y los muertos. Afuera la mansa fauna que hace pozos y luego vuela sobre el Iguazú y el Paraná oteando las embarcaciones que cruzan debajo del Tancredo Neves, la triple frontera argentina, brasilera y paraguaya. El hito que le llaman. Los recuerdos ahogados de la guerra contra el Paraguay, la frontera del bien y del mal artificial que divide a nuestros pueblos hermanos.