Crónicas del subsuelo: Anabel o la revolución de las hijas

Crónicas del subsuelo: Anabel o la revolución de las hijas

Por:Marcelo Padilla

Como afuera hacía un hielo total no tuve más que aguantarme las ganas y pensar en otra cosa, pensar en cualquier cosa o situación, generar si fuese posible un recuerdo que me llevara lejos en su laberinto y hundirme en un árbol genealógico del cual no pudiera volver, o tal vez sí, volver para mirarme de nuevo y así mirar las cosas y las situaciones de nuevo, lo que rodea, sentir el perfume y la hediondez, en definitiva hacer todo lo que fuera posible para no fumar o, mejor dicho, anular las ganas y el deseo de fumar como lo vengo haciendo desde hace unos meses, lentamente, sin pensarlo demasiado pero con la convicción general de una brújula en plena tormenta de nieve, llegando el invierno, el crudo invierno mendocino. Pude soportarlo unas horas. Miré el teléfono, cuatro y pico de la madrugada, juzgué estaba bien levantarme a tomar unos mates y fumar un pucho a la intemperie. Salir al aire helado de la noche oscura para sentir el nacimiento de una nueva etapa en los sentidos, colonizado ya el ambiente por el medio, los gritos por los tiros, la mansedumbre por el berrinche de los perros, la porfía de las escopetas que no pueden embocarle a las postas, dar en el blanco. A esa hora me fijé en los diarios, fuente de toda operación, sabiduría y justicia. Nada. Solo la detención del tiempo, de un tiempo congelado a derretir con el primer sol del lunes.

La carga de los datos se demora, queda congelada en los porcentajes favorables, la brecha se agranda, no es por mucho la diferencia pero es suficiente para infartar a más de una corazonada que daba por descartada la victoria a favor de los que comandaban las viejas aldeas, las que despertaron recién cuando el año se agotaba en su medianía. La porfía de un músculo extra que se entona con cada brazada en agua tibia preparada para el parto, algo así, como un nacimiento, el nacimiento de algo que, de por sí, sabía a bueno, aunque de golpe empachara o fuera rechazado por paladares negros, aunque en el rechazo a toda porfía estuviera el germen de la aceptación de lo imprevisto. La idea de lo imprevisto es insoportable, sabemos...

Ni una ni veinticinco lecturas, las que quieran, con enojo y sin enojo, poniéndole fichas a la tentadora teoría de las conspiraciones o puteando por dentro, levantando la bandera victimaria, acusando desde el despecho; nada, ni una ni veinticinco lecturas, ni siquiera ceguera, mudez, ni sordera. Batacazo de Anabel, sí, madrugaba el batacazo cuando me acosté a las doce y media de la noche. Solo me desperté a leer el mensaje de mi hijo mayor a la una: "pá... ¡ganó la Anabel!". Con ese mensaje me dormí -un decir, di vueltas, ni una ni veinticinco, batacazo- y, lo que nunca, no tenía ningún mensaje en el teléfono, solo el de mi hijo azorado y contento, como si necesitara que yo le confirmase lo que ya se sabía, ese deseo de "suerte para hoy" en un audio de guasap de Juanita a Anabel el domingo por la mañana, algo así como la revolución de las hijas, el deseo de las hijas, el acompañamiento a lo que ya está siendo.