Crónicas del subsuelo: Carrozas

Crónicas del subsuelo: Carrozas

Por:Marcelo Padilla

No se puede contar el perfume de la tierra mojada. Aunque trato, la ceguera me lo impide; la lluvia en la cara, solo en la montaña con los guantes negros de lana, los gatos esconden su miedo en los placares. Persistente en la noche... brama el cielo. Baña a los cañadones, los barrancos, a las vacas con sus terneros y a los caballos que cifran su destino al paso del tiempo. ¿Dónde esconden los zorzales su ceguera que de tantos hacen coro para la compañía de habitantes de altura? No se puede contar. Ni transmitir en vivo. Desde el vamos estamos en presencia de una crónica fallida que no puede contar el perfume de la tierra mojada. A cántaros en los arroyos y quebradas.

Protección en las casas. Hago café y abrigo la posibilidad de seguir subiendo el sendero. Aquí solo surgen preguntas, lo desconocido e imprevisto son espacios donde la razón se pierde y naufraga. Como el solo de la guitarra sin letra moviendo melodías, solo melodías que no se pueden contar, como el perfume de la tierra mojada o el movimiento de aquí para allá de los álamos en fila (india) Zamba Azul instrumental bien tocada. Eso es lo único que puedo contar, producir una comparación. Lo demás es ciencia específica. Fragmentos de conocimientos que acumulan en las cápsulas. Videos, películas sin perfume. El perfume de la tierra mojada no se puede contar.

Suben las carrozas imaginarias a las cumbres del Cordón del Plata y detienen su marcha. Anti ciencia pura. Es como una pecera hecha casa en la montaña. Vidrios traspasables, naranjas, teros custodios de sus huevos. Solo. En la concepción y en el decaimiento solo. Llueve. Salir a mojarse...quema. Es el exilio en las carrozas lo que se ha decidido. El tiempo violento en las ciudades, los muertos, la pobreza... motivos suficientes para las góndolas de montaña. A contramano de la corriente que baja deshielada el esfuerzo es inocencia por desesperación. Son carrozas imaginarias en todo caso y lo que les suceda a sus pasajeros puede que sea verdad a modo de mito. Si hubiera una sola historia de cada hecho seríamos tal vez lo que algunos persiguen: una sola posibilidad.

No sé qué está pasando en este momento con el jazmín de Dorrego. Perdón, piedad. Ha salido a los manotazos con las nubes, el sol se impone por una rendija de cielo, bocanada de tibieza cerca del celaje de la tarde que agoniza del otro lado del mundo. La calle de las mujeres solitarias topa en el barranco, una cuadra más o menos, de las que nosotros contamos en la ciudad, no sé si son cien metros, sí que topa en el barranco donde se pierden los jarillales y se escucha el rumor del arroyo. Las solitarias suelen verse de vez en cuando: salen, caminan, no son más de seis o siete, pero lo hace cada una por su lado. La callejuela mojada, la tierra de piedras y champas... y no se puede contar, al menos su perfume. Son símbolos que remiten a otras cosas que nada modifican. Están ahí, suspendidas, arropadas en su vellosidad transparente. Las carrozas imaginarias han desaparecido del horizonte, tal vez hayan cruzado al otro lado, el sol despide su paso en vano por estas lejanías. Mañana serán otros, millones de soles aparecidos, seis o siete carrozas imaginarias, nueva lluvia, tierra mojada cuyo perfume no se podrá contar.