La histórica autocrítica de CFK

La histórica autocrítica de CFK

Por:Ernesto Tenembaum
Periodista

Suele sucederle a mucha gente, pero en especial a los líderes. Muchas veces, enredados en sus pasiones, los conflictos menores que los envuelven, su vanidad, su exceso de exposición, su microclima que aplaude cualquier pavada, no se dan cuenta de lo que dicen. Tal vez nos ocurra a todos, pero se nota menos que en ellos, porque ellos, muchas veces, lo hacen por cadena nacional y a los gritos pelados. Por eso, tal vez la Presidenta no haya notado -y casi nadie lo hizo, en verdad, porque el busto de Vicky Xipolitakis distrae no solo a los pilotos- que el jueves pasado hizo un aporte invalorable e imprevisto al análisis de la historia reciente. Fue, realmente, tan trascendente que, a partir de esa especie de autocrítica o confesión, todo puede verse diferente. Cristina dijo algo que cerró de un plumazo una discusión que lleva ya siete años.

Enojada por la participación de Martín Lousteau en el debate que se realizó en el canal Todo Noticias, la Presidenta le enrostró su rol como ministro de Economía que propuso y firmó la Resolución 125, que desató el conflicto con el sector rural entre marzo y julio de 2008. La frase textual de Cristina fue: "Cuando anoche escuchaba alguno de estos debates que se hacen en las elecciones y veía que nos querían dar algunas lecciones, sobre todo alguno que me costó sangre, sudor y lágrimas, no voy a decir nombres porque yo no hablo mal de ningún colaborador o ex colaborador de mi gobierno. Eso lo dejo para los desagradecidos y los que no quieren reconocer, yo no soy así, pero la gente sabe, los compatriotas saben qué fue lo que pasó en el 2008, con la 125 y cómo casi nos hacen volcar por haber calculado mal los números y ahora nos vienen a dar lecciones. No importa, nosotros no vamos a ofender ni agraviar a nadie, pero saben qué, nos gusta la gente que se hace cargo de las cosas, porque nosotros nos hemos hecho cargo de todo, de lo que hemos hecho mal y de lo que otros han hecho mal también".

La Presidenta se refirió así al inicio de un conflicto que cambió muchas cosas en la Argentina. Desde aquellos días, nada volvió a ser igual. Allí fue cuando se instaló lo que después fue conocido como "la grieta". No es necesario tener mucha memoria para recordar aquella pelea tan desgarradora entre Luis D'Elía y Fernando Peña, donde retumbó por primera vez en mucho tiempo la palabra odio o la piña en aquel primer cacerolazo, o las calificaciones: comunistas, grupos de tarea, montoneros, comandos civiles, dictadores, golpistas, destituyentes, oligarcas. Desde aquella crisis, hubo amigos que se pelearon, o se distanciaron, o se dejaron de hablar. Hasta la crisis, Clarín y el Gobierno se llevaban bien. Y no existían ni La Cámpora ni Carta Abierta. Si uno mira hacia atrás, pareciera que en esos meses dio comienzo un nuevo período de la historia argentina.

Y el ministro de Economía que dispuso esa medida fue, efectivamente, Martín Lousteau.

Antes de esta semana, había tres versiones de lo que había ocurrido. El Gobierno sostenía que aquella medida era justa y redistributiva. Y que la rebelión del campo, y de los medios, la frenó, y con ello, puso un límite a la capacidad de construir una sociedad más justa. Los sectores más poderosos y concentrados, entre los vinculados a la producción agrupecuaria, se oponen lisa y llanamente casi a cualquier tipo de impuesto a la exportación, especialmente a las retenciones, y por lo tanto la consideraban basicamente injusta. Y, en el medio, hubo un montón de gente -dirigentes políticos y sociales, artistas, opositores, oficialistas, periodistas- que fueron convenciéndose de que esa medida estaba mal pensada, que representaba, a los niveles que había sido planteada, un shock para pequeños y medianos productores, que el Gobierno aplicaba una decisión muy dura y sin matices a un universo que realmente desconocía. Y que, desatado el conflicto, y dados esos errores, no correspondía escalarlo como lo hizo.

En medio de esta discusión, Lousteau sostuvo siempre lo mismo. Que él acababa de asumir, que se encontró con un reclamo de fondos por parte de la conducción del Gobierno, que propuso el recorte de subsidios, que se lo rebotaron, que entonces apareció Guillermo Moreno con una propuesta de gravar todas las exportaciones con una tasa del 60 por ciento y que, finalmente, el logró imponer una medida más moderada, que no sirvió para evitar el conflicto. Lousteau renunció a las pocas semanas, justamente porque no estaba de acuerdo con que el Gobierno no negociara nada.

Lo de Cristina del jueves cambia significativamente las cosas porque, por primera vez, la Presidenta reconoce que esa medida estaba mal pensada.

Por supuesto, que lo hace a su manera: le echa la culpa a quien entonces era su colaborador.

Es muy reveladora la manera en que la Presidenta construye ese párrafo. Por un lado, dice "nosotros nos hacemos cargo de todo", en el mismo momento que le está echando la culpa a un subordinado por una decisión de su Gobierno. Por otra parte, advierte que "nosotros no vamos a ofender ni agraviar a nadie", cuando casi no hay discurso que no incluya algún tipo de agravio u ofensa contra una persona a la que se identifica con nombre y apellido o se ofrecen todos los rasgos para que cualquiera sepa de quién habla.

Pero eso es apenas la descripción de un estilo ya muy conocido. Lo trascendente es el el castillo de naipes que se desmorona tras el comentario presidencial.

Uno de sus beneficiarios es, claramente, el entonces vicepresidente Julio Cobos, que permaneció silencioso durante toda la crisis, hasta que el Gobierno decidió que se aprobara por ley la 125, y la envió al Congreso, es decir, al ámbito donde él se desempeñaba. Es posible que Cobos hubiera llegado en ese entonces, como Cristina ahora, a la conclusión de que la 125 fue un error y que, dado el error, correspondía negociar para no dividir al país. ¿Que debía hacer cuando le llegó el turno de votar? ¿Ser disciplinado y profundizar ese error o actuar de acuerdo a convicciones que, según revela ahora la Presidenta, eran correctas, porque la 125 era, finalmente, un error?

Y, sobre la nueva base, ¿la cobertura de Clarín fue correcta o incorrecta? ¿los documentos de Carta Abierta eran valientes o disparatados? ¿la identidad kirchnerista de tantos jóvenes se construyó sobre una batalla épica o sobre una falaci? Y, si esa medida, tan importante, que se defendió de aquella manera, fue un error, ¿cuántas otras lo son, pese a que se presentan como la verdad acabada sobre cómo se debe manejar un país? ¿cuántas otras veces -en el área inflacionaria, energética, cambiaria, de transporte, de medios- hubiera convenido escuchar un poco más, insultar un poco menos, en ese estilo particular mediante el cual se proclama que "nosotros no insultamos a nadie" en el momento previo a una catarata de insultos?

Es probable que haya partidarios del Gobierno que, inmediatamente, sostengan que aquella medida, conceptualmente, en su espíritu, era correcta, afectaba a los que más tienen para beneficiar a los más débiles, y que, en todo caso, Cristina solo reconoce un error de implementación. El problema aquí es que cualquier mirada honesta sobre aquellos meses concluirá que ese enfoque no era admitido por el Gobierno. Al contrario, el eje de su planteo consistía en que la 125 no era negociable, que no se le podía toca ni una coma. Muchos oficialistas iban y venían de la Casa Rosada con la propuesta de moderar la curva que esa resolución imponía. Nestor Kirchner y Cristina Fernández rechazaron hasta el final esa idea. No había error de ningún tipo. Se trataba, simplemente, de una batalla justa y fundacional.

Otros sostendrán que se trata de un mero ardid de campaña, no de una autocrítica. En campaña se puede usar cualquier cosa para herir a una adversario. Sin embargo, para la tradición kirchnerista hubiera sido mucho más sencillo acusar a Lousteau de no haber bancado una medida justa, de haber saltado del barco en el momento más difícil, de traicionar ideales, de ser desleal. No era necesario calificar como "un error" lo que finalmente fue la piedra fundamental del proyecto que está a punto de ceder el poder.

Tantos años después, resulta que todo fue un error de un subordinado que el Gobierno respaldó hasta varios meses de la renuncia de este.

La religión no admite argumentos en contra. Si los admitiera, muchos creyentes verían tambalear la suya luego de la admisión de Cristina, se preguntarían si no les estuvieron tomando el pelo, apelando a una especie de reedición de un conflicto histórico para enmascarar lo que, ahora se concede, fue un error.

No sucederá.

Tampoco es demasiado relevante.

Las cicatrices de ese error quedan, son parte de la herencia de este proceso, pero los países van hacia el futuro, una problemas desplazan a otros, y -por cercano que parezca- esto ya forma parte de un debate histórico que solo tiene interés en ese aspecto.

O, tal vez, a alguna, muy poco gente le deje una pequeña moraleja, suponiendo que las moralejas tengan algún sentido en la vida.